Hace 3 años mi día a día como mujer en México transcurría normal, si no es que
hasta aburrido, casi siempre lo único que lo destacaba era si me enojaba o no en
el trabajo o si en la tarde iba a tener tiempo de pasear a mi perra antes o después
de descansar un rato o de salir por una cerveza con mis amigas.
Crecí rodeada de privilegios. La mejor escuela privada, las clases extra que se me
antojaran, idiomas, viajes, intercambios, colores nuevos para la escuela en un
estuche que tenía brillitos morados, una mochila que olía a chicle, una butaca, un
salón, un pantalón de uniforme porque no me gustaba usar falda, compañeros que
me respetaban y querían, maestros que nunca me lastimaron ni con palabras,
jamás nadie me siguió de regreso de la escuela, nunca nadie me chifló, nunca
nadie me violó. Sí, todos privilegios, aunque no lo vi así hasta el 2017 cuando un
rayo de realidad me hizo reenfocar la mirada, un hashtag: #MeToo.
El movimiento de denuncia pública en redes presentó algo nuevo en mi pequeño
mundo utópico, violencia de género. Historias de terror que acompañaban el
hashtag narrando cómo, cuándo, quién y en dónde habían sido abusadas miles de
mujeres y niñas. Distintas nacionalidades, profesiones, edades, lo único que
tenían en común es que eran todas mujeres abusadas por un hombre en posición
de poder. Leí lo suficiente como para entender que si no me había pasado no era
cuestión de suerte, era cuestión de tiempo. Estaba aterrada.
De pronto me comenzaron a molestar los comentarios que se burlaban y culpaban
a las víctimas. Les siguieron los memes o los chistes, ya no me daban risa. Las
pláticas comenzaron a tornarse en mi contra cuando defendía a las mujeres
abusadas con un tímido “es que debe dar mucho miedo denunciar” o “¿pero que
gana ella diciendo que fue abusada? Yo sí le creo”.
Empezaba a notar el machismo en los demás, constante, cínico, acostumbrado a
ganar el voto de la mayoría en cualquier sobremesa mexicana. Con el tiempo y ya
experta en detectar el machismo en otros comencé a analizarme a mí misma,
segura y tranquila de que no encontraría nada reprochable, ¿verdad?, siendo
mujer no podía ser machista, ¿cierto?
Falso. Comencé a darme cuenta de que criticaba a placer cualquier foto que
subieran mis conocidas en redes, “¿Ya viste sus fotos en la playa?, jajaja que oso,
¿cómo se atreve?”, dije una vez indignada al ver como una amiga posaba con su
hijo en la playa, la pantalla reflejaba su felicidad y mi burla descarada. Critiqué
todo, critiqué mucho pero solo a mujeres que no cumplían con el prototipo de
belleza impuesto por la sociedad pues me enseñaron que éramos nosotras las
que teníamos que esforzarnos para gustar y atraer. Los hombres no, ellos podían
tener la complexión y presentación que quisieran ya que mientras fueran “buenos
hombres” eso debía bastarnos, es más, debíamos estar agradecidas de cruzarnos con uno así. Cosas como “Claro que él debe ganar más, mantiene a una familia”,
“¿Tuvo un bebé y no regresó a trabajar?, que floja”, “Que lindo, le ayuda a lavar
los platos, ¡que suertuda!”, “Pues es que ve cómo va vestida, por eso pasa lo que
pasa”, “Las feministas solo están resentidas con los hombres y se creen mejores,
yo creo en la igualdad”… eran usuales frases mías.
Soy culpable de haber dicho “Esas locas nos hacen quedar mal, deslegitiman lo
que piden”, ciega a que las que comenzaron antes que yo ya estaban cansadas
de pedir las cosas por las buenas y ser ignoradas. “Esas feminazis no me representan” dije una vez ajena al dolor de la madre que buscaba a su hija
destruyendo todo a su paso, en llanto. “Así nadie les va a hacer caso” le repetía a
una amiga que trataba de explicarme con mucha paciencia que ya se había
intentado todo y fue en esa plática, con argumentos que no pude refutar, en la que
me di cuenta de que había estado viendo todo mi mundo a través de un cristal
diseñado por otros para creer que me acomodaba a mí. Ese día me di cuenta de
que tanto mi educación en casa como la que me había dado la sociedad me
habían obligado a estar siempre de acuerdo con lo que le beneficiara al
machismo. Descubrí que mi privilegio había estado nublando mi empatía, descubrí
que yo era machista y decidí ese mismo día que ya no estaba dispuesta a serlo.
Fue un proceso largo, al principio solo me quedaba callada ante un comentario o
actitud que me incomodara, luego comencé a no estar de acuerdo verbal pero
pacíficamente hasta que un día me encontré envuelta en un ataque de furia
respondiéndole a desconocidos en redes porque las palabras que usan para
lastimarlas a ellas, las que alguna vez llamé “locas”, me lastimaban a mí, ¡ya no
eran ellas, éramos nosotras! Ese día comenzó mi decisión definitiva de romper
ese cristal confeccionado por otros para mí, con dolor y miedo porque sabía que
me costaría perder la tan conveniente y confortante validación masculina de mis
amigos y familiares. Sabía que lastimaría pero empecé a buscar la salida porque
estar adentro lastimaba más. Empecé de a poco a romper una conducta forjada
consistentemente de falsas creencias hasta que con mucho trabajo y paciencia de
otras mujeres lo rompí, lo rompí todo. Abrí la mente y el corazón a lo esperanzador
que suena un mundo de igualdad. Me deconstruí para volverme a formar. Entre
los añicos de mi educación católica y conservadora decidí comenzar a alzar la voz
por las voces arrebatadas, desde mi trinchera virtual, incomodando, denunciando,
publicando, contestando y a partir del 8 de marzo, marchando.
Entiendo y respeto que la deconstrucción de cada una sucede cuando cada una
está lista, jamás juzgaré a la que no sienta interés o ganas en cambiar su visión
porque no se nos enseñó a cuestionar y cuesta mucho hacerlo, duele mucho
comenzar el proceso. Pierdes amigos y amigas, recibes comentarios violentos y
amenazas, recibirás varios “has cambiado mucho” con caras de disgusto y te
volverás la “presencia incómoda” cuando se toque el tema en todas las cenas y
grupos de WhatsApp; pero te prometo, te juro que vale la pena porque por cada
persona incómoda habrá otra agradecida de no sentirse sola.
Esta es mi historia, la forma en la que inició mi feminismo. Lo comparto con la
esperanza de que arda algo de curiosidad, autocrítica y cuestionamientos en la
mente de quien lo lea. Es una invitación al análisis y a la observación pero también
al perdón. Perdón a la mujer machista que fui, porque no era mi intensión serlo,
pero es toda mi intención cambiarlo.
No puedo decir que mi deconstrucción ha terminado, ni que siempre ha sido la
correcta, sé que me queda mucho por delante, un incómodo y largo camino. No
soy perfecta, seguro me voy a volver a equivocar pero eso es lo bello de nuestra
humanidad, siempre podemos cambiar, aprender, crecer y compartir.
Audre Lorde escribió – tu silencio no te protegerá – y nunca 5 palabras habían
resonado tanto en mi razón. Quedarme callada ya no es opción, después del 8M
2020 ya nada vuelve a ser lo mismo para mí pues estoy tomando mi lugar en la
historia de miles de mujeres que lo arriesgaron todo por pedirlo todo, por pedir lo
igual, por pedir lo justo. Hoy puedo votar, poseer propiedades, estudiar en la
universidad y trabajar gracias a las feministas. Miles de valientes mujeres antes de
mí a las que les debo tanto, empezando con una disculpa y un abrazo que viaje en
el tiempo, unas sinceras gracias y la promesa de no calmarme, no callarme y no
rendirme.
a.o.b