Acurrucados en la cama, mientras acariciaba sus muslos y sumergía la nariz en su pelo, le susurró: “¿hacemos el amor?”. “Sí”, pensó ella. Pero años de presiones por tener que ser perfecta le hicieron responder: “voy al baño y vuelvo en un segundo”. Nada debía oler, nada debía salirse, nada debía manchar.
Cuando la puerta se cerró tras de sí y la separó de él, dejándola dentro de ese cubículo diminuto de su piso de alquiler, se preguntó cuántas otras chicas habrían estado allí antes que ella.
El agua goteaba entre sus piernas mientras se miraba en el espejo. Fue entonces cuando la vio. Allí, atrapada en la taza del váter, sin movimiento ninguno, la dignidad de una antigua inquilina había quedado olvidada para siempre. Pretendía ser rubia, aunque la raíz la delataba, pequeñita y con los shorts medio subidos se aferraba a las paredes del retrete con sus negros tacones de aguja.
Pese al pelo mojado por el agua de la cisterna, su atractivo todavía se hacía presente. Esa chica tuvo la mala suerte, su tamaño no ayudaba, de colarse y quedar encerrada para siempre en ese inodoro. Tánger sabía que jamás tendría ese problema, su metro ochenta de altura lo hacía imposible, pero sí la hizo pensar sobre cuán frágil, inútil y ridícula es, a veces, la feminidad.