Y un día te vi. Y te quise con los ojos.
Y te acaricié. Y te amé también con las manos.
Y mis oídos se enamoraron de tu voz y tu murmullo.
Y mi corazón te acogió cálido en él.
A tus ojos, a tu sonrisa, a tus manos; a tu cuerpo y alma.
Y cuando tu murmullo travieso se volvió grito,
me arranqué la garganta para que el viento pudiera seguir disfrutando de tus notas.
Pero tu piel se tornó entonces gélida y rasposa.
Y con el frío que me dabas tejí unos guantes con los que regalarte más caricias.
Y con mis cabellos suaves confeccioné un traje que te abrigara.
Pero tu grito se tornó cada vez más agudo, exigente e imperioso. Y tus manos llenas de mí solo se agitaban en mi presencia para reclamar más centímetros de mi cuerpo, para vaciar cuanto encontraran.
Y un día me descubrí sin voz, sin corazón, sin alma, sin la piel que una vez fue mía y me vestía.
Y no me reconocí.
Y me pregunté cómo era que tú tenías dos corazones y cuatro manos, y yo, ninguno.
Y, confundida, decidí desandar el camino para recoger mi sonrisa, mis cabellos, mi alma sangrante. ¿Para qué me querrías tú sin voz, sin corazón ni espíritu?
Y mi boca se abrió en un alarido. Aquello había muerto. Al arrebatarme mi amor propio, también me despojaste del ajeno. No podía amarte si, para ello, debía dejar de amarme a mí.
Y algo a mi espalda se abrió y recordé que tenía alas. Y podía volar lejos, muy lejos de ti, y sentir de nuevo los rayos del sol sobre mi piel desnuda y ajada hasta que mi cabello volviera a crecer y mis heridas cicatrizaran.
Y la risa brotó en mi garganta. y supe que el viento también quería escucharla.
©Eba Martín Muñoz, 6 de diciembre de 2021. Escritora y superviviente