Y un día simplemente te toca… Como te puede tocar la lotería o una diabetes. Tu número ha sido el afortunado. Más bien el desafortunado…
Un día simplemente te levantas, como puedes. Todo te cuesta horrores. Ducharse es toda una odisea, arreglarse ni te cuento. Ya simplemente te haces una higiene básica, te vuelve el entrecejo y das gracias por no tener excesivo bigote y haberte hecho el láser en piernas y axilas. Tu uniforme son unas mallas, una camiseta, una sudadera, playeras y un moño. Todos los días. Da igual martes que sábado. Ya te da igual. Es todo igual.
Un día comienzas a desmotivarte. Y empiezas a bajar, uno a uno, los escalones. Escalones hacia el pozo. Y bajas, y bajas, y parece que no tiene fin. Pero sí lo tiene.
Un día ya no te gusta hacer lo que te gustaba hacer. Las pequeñas tonterías del día a día que te hacían sonreír te hastían. Respirar es un esfuerzo. Pero comer… Comer siempre fue fácil. 1, 2, 3, 7, 15, 18… Ahora pareces tú y tu siamesa.
Un día dejas de sonreír, dejas de reírte, dejas de tratarte bien y de tratar bien a los de tu alrededor. Entras en una dinámica sin sentido, todos los días son iguales, cada vez te cuesta más todo, hasta hacer tu rutinario trabajo. Una tarea sencilla parece un triatlón.
Pero tú no lo ves, no eres consciente. ‘Estoy un poco nerviosa, es que tengo muchos frentes abiertos, ya se me pasará’. Mi favorita: ‘Yo puedo con todo, tengo que poder con todo, no se nota nada, los demás no lo notan, no lo pueden notar, tienes que ser mejor’.
Un día, es El Día. Ese Día has llegado al fondo del pozo. Y en el pozo sólo hay una frase recurrente, que te repites cual mantra cada noche que te acuestas: ‘Ojalá me duerma y no despierte’. Y pasan los días, los meses, un año… Y no te das cuenta de dónde estás, no ves por qué va todo mal. Y todas las noches esa maldita frase es tu último pensamiento. Dulces sueños, princesa.
Y llega el día en que todo explota. Y sólo hay caos, anestesia, días y noches eternas. Y te miras y no te reconoces. ‘¿Quién soy?. ¿Dónde está esa chica trabajadora, feliz, ilusa, ingenua, llena de vitalidad?’
Y un día te levantas y eres consciente de que llevas un año repitiéndote esa frase. Y entonces piensas que igual hay algo que va mal, que tu cabeza no funciona bien. ¿El desencadenante? Seguramente tenías demasiados frentes abiertos y no supiste gestionarlos.
Un día decides que es suficiente, que tienes que salir del pozo. Y empieza el ascenso. Pero ay, amiga, has tardado más de un año en bajar, ¿esperas subir en 10 días? Estás de coña, ¿no?
Y empiezas a subir, y tropiezas y caes al pozo de nuevo algunas veces. Otras sin querer te atas tu sola a las cadenas del pozo. Se está tan bien… ¿Por qué hay que esforzarse en salir? Aún así, te esfuerzas. Poco a poco.
Un día te levantas y te das cuenta de que llevas dos meses sin decirte esa frase como arrullo de buenas noches.
Y un día empiezas a subir los escalones, uno a uno, con buen ritmo. Y te das cuenta de toda la gente que te quiere y te ayuda. Y muchos días te castigas pensando que no mereces nada de eso, pero aún así lo agradeces. No siempre aceptas la ayuda, pero siempre la agradeces.
Un día empiezas a sonreír, a reirte, a dejar de tener pensamientos recurrentes. Ya no te cuesta tanto madrugar y, qué narices, labios rojos, vestidaco y lentillas, que sólo se vive una vez.
Algunos días te pones a pensar en todo aquello y ves los aún pocos escalones que has subido y todos los que quedan. Pero ya no hay hueco para la desmotivación, no vas a bajar ahí de nuevo, no vas a volver. Hoy, al menos, no.
Mereces ser feliz, pero, desgraciadamente, tu felicidad depende de tu esfuerzo. Has tenido la mala suerte de caer en manos del matrimonio Depresión y Ansiedad y no te van a dejar ir tan fácilmente, es un dos contra uno. Y probablemente vivas con ellos el resto de tu vida. No malgastes tu tiempo preguntándote por qué a ti, simplemente te ha tocado, es tu diabetes emocional, y hay que seguir. Sigue nadando, sigue nadando…
Mañana el sol brillará de nuevo. Lo que no sabes es hasta cuándo.