Ante todo decir que no estoy haciendo apología de los juegos de azar y que, como para todas las cosas en la vida, hay que ser responsable y comedido.

Aclarado esto solo puedo decir lo siguiente: ¡Me encanta el bingo! No es que me encante ir y gastarme una millonada, ni mucho menos. Yo voy y me gasto mis 30 o 40 euritos y salgo de allí cenada, con un par de copas y con material para escribir de dos a tres libros. 

Porque atravesar la puerta del bingo es atravesar la puerta hacia otra dimensión. Allí hay otras sociedades, otras leyes, otros códigos de conducta y  vestimenta. Porque sí, lo diré, el estampado oficial y recomendado para ir al bingo es el de leopardo, da igual la edad que tengas, es así (y me encanta).

Y es que en el bingo no hay clases sociales, allí se entremezclan maravillosamente señoronas con abrigo de visón, amas de casa humildes, prostitutas y gente de a pie. Todas ellas con el mismo objetivo: llevarse el bingo especial. Porque sí, el bingo es un mundo de señoras. Señoras que molan. Señoras con poderes paranormales porque mientras tu estas ahí súper atenta, enfadada porque el camarero hace mucho ruido al echarte los hielos a tu copa y el de las bolitas no vocaliza y no sabes si ha dicho 45 o 57, ellas controlan cinco cartones a la vez y siguen de charleta con la de al lado.

Es un mundo lleno de supersticiones y leyes no escritas, como regalar un cartón a tus acompañantes de mesa cuando te ha tocado un bingo, pedir permiso para ocupar un asiento vacío y sobre todo: respetar el orden de entrega de los cartones. Atención porque no hacerlo puede tener consecuencias graves como ser asesinada por un grupo de jubiladas, que parecían un amor con su chocolate con churros y ahora parecen la vieja de Rec

Es curioso que sea una afición un tanto secreta, cuando es tan difícil quitarse las manchas de rotulador azul de las manos. Creo que lo mejor es ponerse guantes un par de días después, aunque sea verano; llama menos la atención que llevar todos los dedos pintarrajeados. No sé de qué tinta están hechos, pero debe de ser la que utilizan los tatuadores samoanos.

Pero sabes que todo ha merecido la pena cuando, con los mismos nervios que si fueras a desactivar una bomba, por fin dicen el número que te faltaba para hacer bingo y te hacen entrega de tu premio: la pasta en bandeja de plata y el falo de ganadora. Esa sensación , que en mi caso ha sucedido pocas veces, es como si hubieras ganado, qué sé yo, el Grammy de Rosalía , el Oscar de Joaquin Phoenix o la partida de parchís  navideña.

Yo, como os he dicho, ya me siento ganadora cuando se enciende la luz verde que te deja acceder a ese mundo de fantasía e ilusión.

Mari.