La recuerdo como una niña tímida. Le gustaba mucho jugar en grupo en el parque, en casa de algún vecino o en el colegio. No sé en qué momento nos despistamos, nuestros grupitos de amigos fueron por caminos diferentes y, cuando me volví a fijar en ella, ya llevaba colgado el cartel de puta en el instituto.

Me acerqué a ella por segunda vez a los 15 años, movida por la curiosidad de saber por qué todos mis compañeros hablaban de ella, quería saber su versión de tanta porquería, quería que me explicase, si le apetecía, cómo había llegado hasta aquel punto del que, finalmente, jamás podría salir.

En primero empezaron a meterse con ella por su físico. Se llenó de complejos y si lo piensas bien no es tan extraño en estas edades que, unos meses después, desarrollase un TCA bastante grave que la llevaría a una delgadez extrema, lo que en aquel momento se entendía como “un cuerpo perfecto”. Estaba débil en todos los sentidos que puede tener esa palabra. Apenas se mantenía en pie la mañana entera, cada virus que pasaba por delante la dejaba en cama dos semanas y, sobre todo, cada palabra que utilizaban para describirla le afectaba como si su vida dependiese de gustar a los demás.

En segundo un chico empezó a escribirle sms los fines de semana. Le decía que le gustaba mucho y ella se enamoró como lo hacen las adolescentes: rápido y sin razón. Quedaron un par de veces y la gente de clase los vio un día de la mano por el parque. Dos semanas después él quiso tocarle una teta y ella le dijo que no, al día siguiente todo el instituto hablaba de lo guarra que era aquella chica que había masturbado a su novio y a su amigo en un parking el día anterior. Por supuesto había gente que afirmaba haberlo visto con sus propios ojos y así, sin comerlo ni beberlo, empezó a ser la puta.

Es lógico, si lo piensas bien, que en su estado y con todo lo acontecido llegase a la conclusión de que, si hubiese dejado que aquel niñato le tocase un poco los pechos, nada de eso hubiera pasado. Y ahí empezó a ir todo de mal en peor, pues su capacidad para decir que no se había esfumado a donde su autoestima había emigrado el año anterior.

Fueron seis años de instituto en los que muchos de nuestros compañeros contaban las aventuras que habían corrido de mano de aquella devora hombres, que en realidad era una niña asustada que simplemente intentaba sobrevivir.

No quiso seguir estudiando y pronto entró en un trabajo precario que le permitía cerrar la boca a su madre (que la amenazaba con echarla de casa si no hacía algo productivo) y juntar algo de dinero para malvivir. Y, aunque era ahora una adulta, las dinámicas sociales a su alrededor eran similares, pues tenía esa predisposición a agachar la cabeza por miedo ante una situación incómoda.

Nos costó bastante, a sus otras amigas y a mi, hacerla ver cuanto valía en realidad, que jamás la opinión de otra persona tendría más peso que la de ella misma cuando se trataba de su vida y, sobre todo, que cuando algo la incomodaba debía decir NO.

Hoy en día, que tanta polémica hay sobre cuando hay o no consentimiento en una relación, no paro de pensar en mi amiga de la juventud, que tantas veces se vio en situaciones en las que claramente no quería estar y que aquellos chavales, excusándose en que jamás dijo que no, hacían con ella lo que les daba la gana y después presumían de sus hazañas que, lejos de perjudicarles lo más mínimo, convertían la imagen de aquella niña en la de una mujer sin valor alguno.

Fueron muchos años los que pasaron hasta que empezó a superar estas situaciones y aún trabaja hoy en día con su trastorno alimenticio. Cada vez que la vida le pone un bache, recae un poco y deja de comer un tiempo, pues el hambre y la comida eran las únicas cosas de las que tuvo el control en su vida durante años. Pero ahora es consciente y busca siempre ayuda para superarlo.

Hoy me apetecía mucho escribir sobre ella porque ha pasado algo. Fui con ella de compras a un centro comercial y nos cruzamos con uno de aquellos chicos que pasó por su vida cuando éramos bastante más jóvenes. Al pasar, él la miró fijamente con asombro, luego se giró hacia su amigo y le dijo algo al oído y éste se rió sin ningún tipo de pudor o discreción. Ella lo miró fijamente a los ojos y, levantando una ceja a modo de amenaza, levanto sutilmente el dedo corazón de su mano derecha para dejar ver aquel corte de manga perfecto a la altura de las caras de aquellos dos energúmenos. Sé que llegó a casa temblando y que posiblemente hoy le cueste dormir, pero ha sido muy valiente y, sobre todo, lo más valiente que ha hecho ha sido sobrevivir tantos años en un mundo que le era totalmente hostil y, aun así, hoy en día podría comérselo.  

 

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