Hoy he venido a contaros uno de los momentos de mi vida en que más he deseado que la tierra bajo mis pies se abriese y me devorase para siempre.

Todo empezó cuando, poco después de empezar a salir con mi marido y habiéndose venido a vivir conmigo inmediatamente después, empezamos a experimentar cosas nuevas en la cama.

Él llevaba mucho tiempo sin estar con una mujer y yo salía de un matrimonio que llevaba mucho tiempo sufriendo y, por lo tanto, el tema de la intimidad había quedado aparcado hacía mucho. Toda esa acumulación de hormonas y la cantidad de años que llevábamos con aquella tensión sexual no resuelta (de la que no fuimos muy conscientes siempre, pero que de pronto nos comía por dentro) nos llevó a tener un apetito desmedido, casi insaciable y a despertar nuestra curiosidad sobre cosas que igual con otras personas o en otras circunstancias no hubiéramos querido explorar.

Poco tiempo después de venirse a vivir conmigo, el sabio algoritmo de una plataforma de venta de productos a domicilio a través de la cual habíamos comprado unos geles de masaje porque estaban más baratos que en la farmacia, nos sugirió, entre otras cosas, unas cintas para poner debajo del colchón con forma de X, de manera que de cada esquina de la cama sobresaliese un cabo donde sujetar las extremidades de una persona para que quedase prácticamente inmovilizada.

De principio me pareció demasiado turbio, luego un poco exagerado para empezar (teniendo en cuenta que ninguno de los dos sentía excesiva curiosidad por el BDSM), pero madurada la idea como una forma de juego, de ejercicio de confianza, de manera de conocer al otro intentado dar lo que necesite sin que te pueda dar ninguna pista, sí nos pareció interesante y las compramos.

Colocamos con mucha dificultad aquellas cintas y… No fue nada mal. El caso es que si teníamos que hacer aquella peripecia cada vez que planeásemos usarlas, no lo haríamos nunca. Así que decidimos meter los extremos hacia debajo del colchón de forma que no se vean ni se intuyan y poder, en un momento dado, cuando la pasión estuviera en pleno crecimiento, tirar de un extremo y comenzar una nueva escena en la que hacer al otro explotar de la sobreestimulación sensorial que podía sentir.

Con el tiempo (poco) aquellas cintas fueron quedando olvidadas, pues fueron más un apoyo al juego del inicio, conociéndonos, pero ahora que sabíamos casi más sobre lo que le gustaba al otro que sobre nosotros mismos, ya no nos hacía tanta gracia la inmovilización y esas cintas fueron quedando en el olvido como los juguetes viejos en Toy Story.

El caso es que llevaba unos días con bastantes dolores de espalda y recordé que hacía meses que no daba la vuelta al colchón, cuando antes lo hacíamos en cada cambio de sábanas. Llevaba días diciéndole a mi novio que debíamos hacerlo, pero nunca era el momento y nos íbamos olvidando durante el día. Pero una tarde en que mi madre vino a merendar con mis hijos, le dije “Ya que estás aquí, me ayudan un momento a dar la vuelta al colchón, es que si lo hago sola, al levantar de un lado se me abre el canapé y luego ya no doy hecho nada” y ella, todo disposición como siempre, me dijo que si.

Y allá me fui, mientras los niños e comían su bol de frutas en la cocina con mi madre a levantar aquel colchón que, por algún motivo que no recordaba, llevaba meses sin mover. Íbamos las dos charlando entretenidas cuando, al empezar a levantar desde la parte de abajo, vi aquella enorme, negra y estirada cinta colocada. De la impresión, dejé caer el colchón como si me hubiese resbalado para ganar unos segundos y que mi cerebro reptiliano buscase una salida a aquella amenaza. Primero la parálisis, luego salir corriendo. Quise decir que mejor lo hacíamos otro día, pero las sábanas ya estaba en el suelo y no tenía sentido no aprovechar aquel cambio de sábanas en compañía para terminar de hacer lo que ya habíamos empezado, así que, refunfuñando algo como “Déjame quitar esta mierda”, metí la mano y, sujetando rápidamente la parte central de aquella X formada con esas cintas de la perversión, tiré fuerte para que no diese tiempo a ver qué eran y las tiré a una esquina del arcón que tenía a los pies de la cama. Mi madre me miró extrañada pero no dio nada y yo seguí, con mi nudo en el estómago y mis ganas de morirme, como si nada. Pero entonces ella vino a los pies de la cama a ayudarme a sacar las sábanas del canapé y vi la oportunidad de meterlas en aquel enorme hueco oscuro sin que pudieran quedar a la vista y, mientras las metía con urgencia, uno de los cabos cayó hacia fuera, dejando la evidencia de que eran correas totalmente a la vista, así que corregí aquello mientras soltaba algún improperio hacia mis adentros.

No debió de ser muy para adentro cuando mi madre, con la curiosidad de verme tan indignada sin saber el motivo, me dijo “¿Pero eso qué es?” y yo, temblando y de forma errática me inventé sobre la marcha algo como que eran unas correas para sujetar el colchón al canapé para que no se deslizase, pero que eran una mierda y llevaba tiempo deseando quitarlas de en medio.

Me puse tan nerviosa que las piernas me temblaban, me caían las sábanas de las manos, no atinaba a someter las esquinas del todo bien. Necesitaba salir de allí, de mi cama, de la proximidad de aquellas cintas y de mi madre… Así que acabamos rápido y con la excusa (real) de un pequeño brote de mi colon irritable (iniciado por la situación de estrés) me fui al baño corriendo. Desde allí, con el teléfono en mano, les envié un mensaje a mis amigas contando lo que me había pasado y que quería que aquel váter me succionase para dentro en ese momento antes de seguir metiendo la pata de esa manera. Ellas se rieron muchísimo y yo, cuando estaba un poco menos colorada, salí de allí.

Mi madre empezó a enumerar las razones por las cuales estaba encantada de haberme hecho caso y haber cambiado su viejo somier de patas por un canapé en el que cabían tantas cosas. Yo le daba la razón, algo más relajada. Y entonces dijo “Pero a mí no se me mueve nada el colchón, la verdad” y yo, que a veces dudo sobre mi capacidad intelectual, le dije “No, a mi tampoco”. Ella me miró extrañada y me dijo “Entonces para qué coño compras unas cintas”.

No os puedo contar cómo salí de ahí, porque no lo recuerdo. Sé que empecé a soltar frases inconexas sin mucho sentido y la abrumé tanto que no supo qué preguntar porque nada tenía sentido.

A los dos minutos me volví al baño, del que no debía haber salido, y les conté a mi amigas el final del capítulo de mi vida más ridículo mientras ellas se partían de risa y me recordaban que, para mentir, hay que estar muy atenta.

 

 

Escrito por Luna Purple, basado en una historia real.

 (La autora puede o no compartir las opiniones y decisiones que toman las protagonistas).

 

Si tienes una historia interesante y quieres que Luna Purple te la ponga bonita, mándala a [email protected] o a [email protected]