Cuando era pequeña mi padre tenía un amigo con el que solía compartir negocios. Su mujer era una señora encantadora (aunque si pienso que en aquel entonces tendría la edad que tengo yo ahora, prefiero llamarla jovencísima mujer), y ambos tenían una hija de mi edad. ¡Cómo mola cuando eres pequeña que tus padres tengan amigos con hijos! Así mientras ellos arreglan sus cosas de mayores y se toman sus vinitos los viernes, nosotras jugamos, charlamos y crecemos a sus espaldas, como hacen ahora mis hijos con los hijos de los vecinos.

Esta familia entabló una amistad bastante estrecha con la mía y aquella niña se convirtió en una de mis personas favoritas para jugar. Me encantaba en verano ir a pasar unos días a su casa, bailar escuchando las Spice Girls, compartir los vestidos de su nueva Barbie, correr por e jardín descalzas y ver la tele hasta tarde con su madre, para luego no poder dormir de noche con tanta excitación.

No sé en qué punto dejé de verla. No sé cuando mis padres y los suyos dejaron de hacer planes. El caso es que nos hicimos adultas y con la madurez llegó la distancia.

Me la encontré alguna vez hace años e intentamos ponernos al día en los dos minutos que compartíamos cola en un restaurante de comida rápida, pero era imposible resumir una vida en tan poco tiempo.

Las redes sociales nos ayudaron a saber, básicamente, que la otra estaba viva y poco más. Aunque tuviéramos algunos amigos en común, no coincidíamos en la vida real nunca y ya estábamos acostumbradas a ser desconocidas. Sin embargo, cada vez que me hablaba, cada vez que su sonrisa se dirigía a mi en algún encuentro casual, me transportaba directa a aquellas fiestas que hacíamos con flores y piedras en su jardín, a aquellas tardes de correr entre los aspersores para mitigar el calor, a aquellas primeras confesiones inocentes que no siguieron su curso mucho más allá.

Pero entonces, mi padre murió y, aunque seguro que no era la persona que más cariñosa había sido con ella, ella quiso venir a acompañarme un ratito en uno de esos días tan extraños. Nos sentamos una frente a la otra como las dos desconocidas que éramos y charlamos largo y tendido de nuestras cosas como si supiéramos que seguía habiendo una amiga al otro lado de la mesa. Fue un rato agradable y que guardo en mi memoria con mucho cariño.

Unos años después tuve a mi primer hijo y ella siguió mi embarazo y mis pinitos en la maternidad al otro lado de la red, enviando algún mensaje de esos que recibes cuando alguien de tu edad se ve en la obligación de recordarte que hace cinco minutos erais vosotras las niñas a las que cuidar. Poco tiempo después de nacer mi hijo llegó una noticia fatal: su padre había fallecido. Recuerdo aquel golpe en la boca del estómago, aquella sensación de no saber cuando había sido la última vez que lo había visto y de pronto sentirme fatal por permitir que la vorágine del día a día no nos permita compartir momentos, aunque sean pocos, con las personas que fueron importantes para nosotros.

Allí nos fuimos mi madre y yo, con mi pequeño, a abrazar a aquellas dos mujeres que velaban al hombre de sus vidas. Qué bonito poder abrazarlas desde el cariño y el respeto, qué amargura que tuviera que ser allí, que tuviera que ser por aquello.

Desde aquel momento me sentí mucho más conectada con ella, supongo que su entrada al club de las hijas de padres muertos me hizo apreciarla todavía más, siendo su padre un hombre bastante presente en mi infancia (nadie jugaba tanto conmigo al siete y medio como él), y por eso seguí su vida con más interés.

Ella es una persona maravillosa y además una gran artista y me encanta ver que pelea cada día por dedicarse a lo que más le gustaba en la vida, cantar. Ojalá siga cultivando éxitos y yo, desde lejitos, pueda seguir escuchándola y enviándole toda mi energía positiva, porque le deseo lo mejor.

 

Ella no lo sabe, pero de vez en cuando me pongo esa canción que le escribió a su padre y lloro como una niña por lo felices que éramos cuando íbamos juntas a hablar por radio, cuando ellos viajaban lejos y nos parecía todo tan injusto. Injusto es ahora, amiga, pero mira qué reencuentros tan bonitos tenemos guardados de cada vez que volvían y se habían olvidado traernos algún regalo (aunque nuestras madres estuvieran ahí, pendientes de subsanar sus despistes de marineros). “Buen viaje, capitán” escribí aquel día que nos reencontramos, ojalá él pueda oír desde donde esté tanto cariño que transmites hecho canción.