Lo sabemos de sobra. Si duele, no es amor. Aunque nos empeñemos en darle la vuelta a la tortilla, en teñir de azul el príncipe marrón, en justificar lo injustificable.

Seguro que sabes perfectamente del dolor del que te estoy hablando. Un dolor que te agota por dentro, que te impide razonar, un dolor por echar de menos lo que nunca fue.

Un dolor por sentirte incapaz de cerrar capítulos, por emperrarte en buscar un desenlace feliz cuando sabes perfectamente que el nudo está bien jodido.

Como dice una canción del grupo madrileño Vaho, “nadie entiende que necesite tu daño”. Pero a todas nos pasa. Necesitamos ese daño para aferrarnos como locas a algo que ya no existe.

Lo que pasa es que llega un momento que la venda se nos cae de los ojos. Llega un momento que duele tanto, que deja de doler. Como si nuestro cuerpo, torpe a veces pero sabio casi siempre, pusiera un tope imaginario para decirte que ya vale, que ya no más.

Es una sensación gratificante y triste a la vez. O quizás nostálgica. Llevas tanto tiempo cargando con el dolor que parece que ahora te falta algo, te sientes más liviana, pero no puedes evitar echarlo de menos.

Porque, aceptar que ya no dolerá más, que ya está, que game over, implica renunciar directamente a aquello que te ha hecho daño, y que por normal general, también te ha hecho feliz.

Es difícil explicarlo, pero cuando ya no puede doler más, quedas en paz contigo misma. Es cierto que en ocasiones es una falsa sensación de paz, una especie de mar calmado que sabes que, de un momento a otro, explotará.

Porque de repente, algo sucede, un recuerdo te avasalla, una palabra de más te recuerda lo que siempre hubo de menos, la nostalgia se apodera de ti y das un paso atrás. Y parece que vuelve a doler de nuevo, mucho más fuerte, mucho más bestia.

Efectivamente, pasar página, aceptar que ya no duele, implica que el ciclo ya se cerró. Que la herida ya sanó.

Y a veces, nos cuesta aceptarlo, porque por naturaleza, somos seres incapaces de dejar marchar, de cerrar ciclos sin más, como si necesitáramos acarrear toda la vida con una mochila a cuestas llena de decepciones y malos recuerdos.

Pero lo cierto es que sí, llega un día en el que deja de doler. Un día en el que te despiertas y te das cuenta, que por más que quisieras, ya no te cabe más dolor.

La cicatriz empieza a sanar, esta vez sin restos de suciedad sobre ella que hagan que se infecte más tarde.

Y sanar cuesta, claro que cuesta. Y también duele. Igual que cuando echas alcohol sobre la herida. Pero es un dolor que sabes que servirá para que lo que de verdad duele se cure. Sane. Para que la herida se cierre para siempre.

Y entonces sí, nunca más se volverá a abrir.