Estoy en uno de “esos días”. Se empeñan en llamarlos “esos días” cuando en realidad son unos días normales y corrientes en los que “solamente” tienes toda clase de síntomas incomodísimos que oscilan entre el dolor más agudo de riñones, pasando por el chorro a modo de catarata del Niagara que te sorprende pagando unas magdalenas en el Super o la contracción a modo de patada Kill Bill en mitad de una reunión con accionistas. Todo esto mientras haces tu vida con la mayor normalidad posible. Y es que tienes que mantener la compostura y reaccionar de la manera menos agitada, sin dramas, conteniendo la respiración y dando las gracias a esas dos trompitas de Falopio por ayudar a expulsar el huevito mensual y que por el camino no lo intercepte ningún cabezón, porque una vez más (¡oh sí!, de nuevo…) has frenado a ras en la curva o estás, por edad, haciendo la Final Countdown como Europe.

Cuesta creer que todavía nos preguntemos por qué nuestra inseparable compañera de vida nos altera el humor.  Puede que sea que por mucho que la estés esperando, siempre, siempre, aparece de la manera más inesperada. ¿Puede ser eso? Lo sabemos, lo es, es un hecho. Puedes levantarte sabiendo que es el día D y que llegará esa hora H, pero tu subconsciente te invita a ponerte esas braguitas monísimas con transparencias que te compraste después de verlas en Weloversize y que esperas que ese empotrador que estás conociendo te aparte justo en el último instante. Y sí, cuando vas al baño y te las bajas, ahí está ella, mirándote a esa cara de pánfila que se te ha quedado, porque amiga: uno, olvídate de empotrar nada a parte del ibuprofeno en tu garganta; y dos: a la mierda las bragas, no volverán a ser cristianas por mucho que frotes con jabón de trozo. La primera vez que la viste fue traumático, pero lo será cada uno de los días que venga a visitarte.

Seamos sinceras, nunca viene bien. ¿A quién le viene bien desangrarse una vez al mes? Puedo parecer una exagerada. No, yo no tengo “esos días”, yo me desangro literal. Algunas apenas se enteran. Yo sí. Así soy con todo, o lo vivo todo muy intensamente o si no, no lo vivo a gusto. La industria rosa se frota las manos con mi útero. Antes de que me lo digáis de nuevo, sí he probado la copa. No, no he encontrado aún mi media naranja de las copas. No, no me he dado por vencida. Sí, lo intentaré de nuevo. Mientras tanto, consumo compresas y tampones como si no hubiese un mañana. Soy la mujer superplus, de ahí para abajo ni me lo planteo. También soy muy la mujer de noche y con alas. O a lo grande o nada, Señoras. Esa es mi naturaleza. Porque también coqueteé con las hormonas una larga temporada, ella solo se quedaba tres días y molestaba más bien poco, pero solo era una retención para lo que venía después, una vez me quité como  el Robe de Extremoduro, aquello fue como una peli Gore, para reírse de “Braindead, tu madre se ha comido a mi perro”. 

Por suerte, mis ovarios no son iguales. Los represento como si fueran el Ángel y el Demonio de las conciencias, los míos en concreto son futbolistas. Y de Ángel me ha tocado el querubín rebelde de rizos rubios y cara regordeta, que putea pero tiene buen fondo. En cambio,  el demonio… ¡Gracias a que se alternan! Cuando le toca jugar al angelito, puedo respirar un poco de aquella manera, la toca bastante, es un chupón, pero es decisivo en el área pequeña. El demonio, para que me entendáis, seré breve, es como Maradona de fiesta. Alguien me dijo alguna vez, más de una vez, que al pasar por un parto luego los síntomas resultan más llevaderos. Que se lo digan a mi Angelito y mi Demonio, que aún se están vengando de “esos días” en los que  les dejé en el banquillo.

 

MUXAMEXAOYI