El fin de semana pasado debería haberme casado. Habíamos tirado la casa por la ventana. No escatimamos en gastos. Aplazamos la boda por la pandemia, después por la pérdida de mi madre, por la intensidad de trabajo y, por fin, 2023 iba a ser nuestro año. Pero no.

Ya debería estar casada; en cambio, hoy soy viuda. ¿Suena raro, verdad? Ser viuda sin haber contraído matrimonio. Sé que no lo soy a ojos de la ley (ni de Dios para los creyentes), pero así me siento. Soy una mujer sumergida en la más profunda tristeza, en el duelo.

También debería estar de luna de miel. Habíamos elegido Bali como destino exótico. Yo hubiese preferido quedarme en Europa, pero a mi novio le hacía ilusión hospedarse en una de esas lujosas villas flotantes. Acepté. ¡Cómo no! La ilusión se reflejaba en sus ojos, aquellos que me habían enamorado hace cinco años.

Aquellos que hoy están cerrados. Cerrados para siempre.

Eran sus segundas nupcias; sin embargo, yo era la primera vez que me había planteado formalizar una relación a través del matrimonio. Alérgica al compromiso y los contratos, jamás pensé verme probando vestidos de novia como la protagonista de un reality de Divinity. No solo me compré un vestido blanco, sino que acabé escogiendo mantel y decoración, luces de verbena y flores. El camino estaba siendo precioso; duro y largo, por los tropezones de la vida, pero a su lado había luz incluso en la oscuridad.

A veces (muchas veces), él se evidenciaba más entusiasmado que yo con la boda. Su primer matrimonio fue un desastre y, lejos de escarmentarse, tenía la esperanza de que ahora saliese todo bien. De esa primera experiencia, nació una hija. Una hija a la que conocí siendo ya una joven adulta y que parecía no agradarle mi llegada a la familia. Pese a mis reiterados intentos por llevarme bien con ella -intentos que incluyen varias humillaciones-, no logré establecer un vínculo por débil que fuese. No había ni cordialidad por su parte: una espinita sangrante que habitaba en silencio en el corazón de mi novio, pero que no le impidió seguir dando pasos conmigo.

Nos comprometimos.

Nada fantasioso, aunque sí extraordinariamente romántico. Una escapada a Lanzarote, una playa de arena negra y un anillo. A día de hoy, esa joya es casi lo único que me queda de él.

No me despertó y ya no lo volví a ver

Vivíamos juntos desde la pandemia. El confinamiento nos ayudó a dar el paso de la convivencia y, desde entonces, no había noche en la que no compartiésemos cama ni mañana que no me sirviera el desayuno mientras yo tostaba pan; pero, aquella mañana, él decidió dejarme dormir. Me había pedido unos días en el trabajo para ultimar detalles del enlace y no estaba obligada a madrugar. Esa mañana no le tosté pan. Se marchó sin darme un beso ni decirme un ‘Te quiero’.

Al despertarme ya había ocurrido. Maldita sea la manía de poner el móvil en ‘modo avión’ para dormir. No me localizaron. Él se fue, de un momento al otro, solo.

Fue un ictus hemorrágico. Fulminante.

Apenas recuerdo

Ha pasado un mes y apenas recuerdo esas horas, esos días previos al sepelio. Me llegó demasiada información de golpe, se colapsó mi mente, se me paró el corazón. Yo solo lloraba y lloraba. Gritaba. Negaba, me enfadaba. Pasé de elegir mi traje de novia a escoger ataúd.

Nada más darle sepultura al amor de mi vida, apareció su hija. Ella no había querido aparecerse por el velatorio, no estuvo en el entierro ni en la misa de la semana. Creo que estuvo ocupada viéndose con su abogado para el papeleo. Lo reclamó todo, incluido el piso en el que viví con mi pareja desde el Covid. Le ofrecí dinero para alquilarlo, propuse comprárselo: solo quería seguir ‘en casa’. Se negó. Alegando necesidad, me ha enviado un burofax dándome seis meses para irme. Me he ido antes, volví con mis padres. No quiero discutir, no quiero peleas.

Yo debería estar casada, no peleando por una herencia.

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real.