Soy hija única de unos padres divorciados que me tuvieron siendo muy jóvenes. No sé por qué, pero en muchos matrimonios, cuando se separan, a ellas les da por hacer yoga y a ellos por ir al gimnasio. Ese al menos es el caso de mi padre, que a sus cuarenta y largos, se refugió en el deporte y se suscribió al Men’s Health.

Al poco tiempo se apuntó a grupos de senderismo, running y cross fit, y se puso mazado. A veces me parecía un poco obsesivo con las dietas y los batidos de proteínas. Yo no comparto ese estilo de vida, pero si a él le hace eso feliz, pues p’alante.

En una de estas me propuso acompañarle a una escapada de fin de semana para ir a hacer una ruta por Asturias. Así que ahí estoy yo, una veinteañera fofi-sana, enfundada en unas mallas dispuesta a pasar un finde tomando sidra y cachopo en ristre, subiéndome al autobús, dispuesta a vivir un emocionante finde multiaventura.

Cuando llegamos al lugar, tras las presentaciones, yo vi a mi padre muy contento. Hablaba y se reía con todo el mundo y la verdad es que me alegré por él y de que estuviese tan integrado. Yo estaba a mi rollo sin quitarle protagonismo. “Que lo disfrute”, pensé. Y vaya si lo hizo. 

Propusieron hacer “La Senda del Oso”, pero al ser bastante larga decidieron ir a alquilar unas bicicletas. Yo no sé montar en bicicleta más allá de ir en línea recta y me bajo para girar o subir los bordillos. Así que me ofrecieron un triciclo. No sé qué clase de brujería era aquella, pero al menos no tenía que temer perder el equilibrio y “la ruta era muy sencillita”, me dijo mi padre para animarme.

Y allá que va mi padre que ni Indurain, a la cabeza del grupo, seguido a duras penas por dos mujeres echando los higadillos detrás de él y compitiendo por su atención. Yo, a la cola, pedaleando subida a ese mamotreto mientras me adelantaban familias con niños de teta.

Tras dos horas de tortura, me dispuse a cruzar por el enésimo túnel a oscuras con las lágrimas ya saltadas del esfuerzo. Y entre exclamaciones de “oh, qué bonito, mira, mira”, no sé ni cómo, me descalabré en el suelo, el triciclo salió propulsado chocando con una piedra y yo acabé levantándome a tientas, llorando a moco tendido y pidiendo socorro. 

Unos buenos samaritanos, al ver la estampa, me dieron un poco de agua y clínex, y me acompañaron hasta la salida del túnel. Seguí un tramo andando y tirando del triciclo, muerta de vergüenza y con las rodillas raspadas. No conseguía contactar con mi padre ni veía a nadie del grupo, y ya estaba empezando a atardecer.

Al final llegué, no sé ni cuánto tiempo tardé, ni cómo, hasta dónde habían dejado los coches al principio. Y ahí estaba mi padre, rodeado por las Eva Nasarre del grupo de senderismo, que le miraban como al cachas del anuncio de Coca Cola de las once y media.

Mi padre, que no se había enterado de nada, cuando me vio llegar, que parecía que venía de la guerra con el triciclo, se partió de risa. Cuando le conté el incidente me dijo que no había sido para tanto. Ni un lo siento, ni un gracias por haberlo intentado. Siguió con su ego de vigoréxico haciéndose el gallito y yo, al día siguiente, magullada como estaba, decidí esperarle en el hotel por tal de no montarle un pollo.

Así aprendí la valiosa lección de no volver a acompañar nunca más a mi padre, digno sucesor de Calleja, en sus expediciones por la naturaleza.