Particularmente, siempre odié cuando mis padres me hacían esta pregunta. Sentía presión por agradar a todo el mundo y aprovechaba la oportunidad para llamar la atención de quien no estaba todo lo presente que debería, otorgándole el puesto por un día del progenitor más querido. Con el tiempo y la madurez aprendí a querer más a quien más se lo merece, pero siendo solo una niña… ¿Qué iba a hacer?

En esta historia que os voy a contar, es precisamente esta pregunta totalmente inapropiada la que dejó al descubierto un montón de sentimientos de un niño que llevaba tiempo sintiéndose poco querido y no había sabido expresarlo.

Carlos, una noche, antes de dormir, cansado de oír discutir a mamá y a papá por quien fregaría los platos después de cenar, se puso a leer un comic en la cama, intentando no pensar en nada real durante un rato.  Papá trabajaba muchas horas fuera de casa y llegaba siempre enfadado. Mamá pasaba poco tiempo fuera, pero cuando estaba en casa, nunca tenía tiempo de nada. La ropa para planchar se acumulaba en un roncón de la sala, siempre había alguna avería que solucionar y alguna receta nueva que probar para intentar que la pequeña de la casa comiese verduras. Papá llegaba a casa esperando agradecimiento por su dedicación y sus esfuerzos a la familia, mamá solamente quería poder sentarse un rato y no llevar una agenda en la cabeza permanentemente. Cada día discutían, siempre por lo mismo, pero con detonantes distintos, pero había cosas que se repetían cada vez: carga mental, facturas, nivel de vida, tiempo libre… Cada uno tenía sus razones desde su punto de vista, pero jamás lograban llegar a un acuerdo. Solamente se cansaban de discutir si accidentalmente se rompía un plato al fregar o si uno de los dos salía de escena. Mientras tanto, Carlos, con solamente 10 años, cogía a su hermana pequeña y se la llevaba a jugar a su habitación a un juego que se había inventado, consistía en que su hermana se pusiera unos auriculares con música y adivinase lo que él decía por señas. Se le ocurrió después de las primeras veces que su hermana, al oír discutir a sus padres, había empezado a llorar y eso había cabreado todavía más a ambos, que se echaban la culpa mutuamente.

Cuando papá venía de buen humor porque alguna cosa había salido especialmente bien en el trabajo, solía llevarse a Carlos y a su hermana a comer un helado al parque o a por palomitas al centro. Paseaban y charlaban y era un momento muy especial. Normalmente papá compraba unos enormes regalices negros que llevaba a mamá y se los daba al llegar, con un beso y un gesto bonito. Carlos adoraba esos días, pero cada vez eran menos. Hacía un tiempo, al llevarle papá los regalices a mamá ella se enfadó todavía más de lo que ya estaba porque “esa mierda no va a compensar todo lo que me has hecho pasar”. Y es que, para que a papá le fueran bien las cosas, mamá debía pedir días libres en el trabajo para atendernos, debía hacerse cargo de las cosas de casa al 100% y papá simplemente desaparecía para poder dedicarle todo su tiempo a sus proyectos laborales. Ella decía que ese mérito debía ser compartido, papá decía que ella solamente tenía el mérito de cumplir con sus obligaciones de madre… y así, entre reproches, desigualdades, gritos y desprecios, Carlos fue entendiendo que el amor no era en absoluto bonito.

Una noche, antes de dormir, los padres de Carlos fueron a darle las buenas noches cuando, entre bromas, su padre hizo LA pregunta “¿A quién quieres más, a mamá o a papá?” A lo que Carlos, muy serio, respondió “Prefiero no quereros a ninguno” Su padre creyó que era una broma y le hizo cosquillas, pero su madre enseguida se dio cuenta de que el niño quería expresar algo más importante con aquella respuesta.

Charlando largo y tendido con aquel niño inquieto, sacaron en conclusión que él veía cómo sus padres le decían que se querían mucho, pero su forma de expresarlo era siempre discutiendo a gritos, hablándose mal, con faltas de respeto… Él había aprendido que quererse era algo desagradable, y él no quería hacerles eso a sus padres.

Aquella pareja se miró como hacía años que no lo hacía, con empatía hacia el otro y buscando un aliado. Las siguientes discusiones se produjeron en un tono más amable y sin sus hijos presentes. Seis meses después sus padres estaban al fin divorciados, con una relación cordial entre ellos, por sus hijos, pero sin nada más que reprocharse.

Carlos era al fin feliz. Su padre lo quería mucho y él también. Pasaban tiempo juntos jugando y viendo dibujos en la tele. Mamá siempre lo llevaba al parque los martes para que jugase con su amigo Lucas mientras ella y su madre charlaban, además empezó a enseñarle sus recetas seretas para cenar.

La vida de Carlos y su hermana había mejorado mucho. Sus padres estuvieron un tiempo más nerviosos, pero volvieron a ser, a ojos de sus hijos, esas personas cercanas y cariñosas que siempre habían sido. Porque el amor nunca lleva a una falta de respeto y entendieron que le estaban mostrando a sus hijos una idea errónea de lo que debían saber de las relaciones. Les tocó, al fin, predicar con el ejemplo.

Luna Purple.

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