Me da igual si eres alto o si eres bajo.

Me da igual si estás delgado o si estás gordo.

Me da igual si tienes barba como Gandalf o si vas afeitado como Frodo.

Me da igual si estudiaste una carrera de letras o de ciencias.

Me da igual si te gustan los deportes o si los aborreces.

Me da igual si tienes el carné de conducir o si vas en autobús a todas partes.

Me da igual si te metes en todos los pogos de un concierto de rock o si te mola más perrear escuchando reggaetón.

Me da igual si eres más de gatos o de perros.

Me da igual si cuentas chistes de Lepe o si te va el humor negro.

En el fondo yo sólo te pido una cosa, querido desconocido que en el futuro estará en mi cama: cómprate un chándal gris, porque el poder de esta prenda de ropa es más grande que el del martillo de Thor.

Yo no sé qué tienen los chándales grises que despiertan en mí los instintos más primarios. Mi visión se nubla, los oídos se me taponan, empiezo a segregar saliva y se desata un maremoto en mi chochamen nivel “tiro las bragas al techo y se quedan pegadas”. Perdonad mi forma de hablar tan vulgar, amigas, pero me pongo a pensar en un chándal gris y pierdo el sentido.

Me pasa justo lo contrario que con los pantalones pitillo tobilleros. Los detesto con todo mi corazón y cuando veo a un chico con ellos se me corta el rollo de una forma sobrehumana. En cambio, un chándal gris puede animarme hasta en los momentos más oscuros. ¿Helado de vainilla con trozos de galleta? No, por favor, prefiero un tío marcando paquete sutilmente en su chándal gris.

¿Tiene alguna explicación científica? Ni pajolera idea. Lo único que sé con certeza es que con chándal gris cautivas mi corazón, mi cerebro y mi coño.

Decidme en comentarios que no soy la única, por favor os lo pido.

 

Redacción WLS