No todas las adolescencias son iguales y los tiempos cambian, de modo que un pequeño contexto: en mi preadolescencia, yo era una chica profundamente ingenua e inocente, me creía cualquier cosa y, claro está, yo ni entendía ni sabía nada sobre la sexualidad.

Durante mi infancia incluso la menstruación fue un tabú, de modo que mi conocimiento era limitado, y lo podríamos englobar en la biología que estudiaba en el colegio.

Así que hubo algo que me sorprendió muchísimo: al cumplir los doce, no solo era observada, era muy observada. Pero no por niños, y eso fue lo que me llamó la atención, si no por hombres. Hombres, señores, hombres mayores. Me sentía un animal de zoo cada vez que salía a la calle, y en vez de cacahuetes, me lanzaban los mal llamados «piropos». Y no, no soy una beldad élfica ni tengo pechos como sandías, al contrario: siempre he sido más bien pequeñita, bajita y con un rostro más infantil que el de mi edad real.

Si yo tenía doce, pero aparentaba aún menos, ¿por qué auténticos viejos me gritaban cosas por la calle? ¿Desde los andamios? ¿Justo a mi lado?

No lo entendía, no lo comprendía, y, sobre todo, no me agradaba. Yo quería gustar a algún chico (a ser posible el que me gustara a mí en ese momento), e imaginar salidas de novios románticas y quedadas para ir al cine. (Sí, queridas, en ese momento no había que hipotecarse para ver una película y ver palomitas). Pero los chicos de mi edad estaban demasiado ocupados jugando a la consola como para fijarse en mí. 

Los únicos que se percataban de mi presencia y de una forma lujuriosa eran los adultos. Es el caso de J., vecino de mis padres de toda la vida. En mi infancia le recuerdo excesivamente pegajoso, incluso delante de ellos me besuqueaba, abrazaba hasta hacerme daño y no me dejaba tranquila. Era mucho mayor que yo, pero nadie le daba importancia, por mucho que yo muriera de disgusto. Supongo que como nadie decía nada, yo tampoco lo hacía. Entonces llegó ese día.

Lo recuerdo como si fuera ahora. Habíamos tenido gimnasia a última hora, me duché y me lavé el pelo. Hacía buen tiempo y ninguna llevábamos secador, de modo que lo dejé caer sobre mí aunque me empapara la camiseta, porque hacía calor y en algún momento se secaría. No me puse sostén, porque el que llevaba antes estaba sudado. De todos modos, era un sujetador de niña, yo apenas me había desarrollado y no me importaba ir con o sin. De nuevo, hasta ese día.

Estaba llegando a casa. Apenas me quedaban dos minutos para encontrar el portal. Dos minutos. Solo dos minutos me separaron de no encontrarme con él. Pero me lo encontré.

Me vio y sin decir una palabra, me agarró con mucha fuerza del brazo y me arrastró hasta el final de la calle. Estaba asustada, muy asustada. Y entonces pasó algo que ni yo misma comprendía, pero que me asqueaba y aterraba a la vez: comenzó a tocarme ansiosamente los pechos. Quería llorar y no podía. Quería gritar y solo me quedé helada temblando.

Dos mujeres mayores pasaron por la acera de enfrente y les supliqué ayuda con los ojos, pero ellas me miraban con asco. Nunca había estado tan asustada y asqueada al mismo tiempo. Cuando me dejó ir, volví a casa sintiéndome la persona más sucia del mundo. Nunca he vuelto a salir a la calle sin sujetador.

Anónimo