[Texto reescrito por una colaboradora a partir de un testimonio real]

 

A todas nos ha pasado, ¿verdad? Lo de ser catalogadas como facilonas en algún momento. A mí, durante la adolescencia, hubo un tiempo en que la pandilla con la que salía me llamaba “caliente”. Por nada, solo por haberme liado con un tío al poco de que otro, con el que salía, me dejara sin motivo alguno. Vamos avanzando poco a poco, pero el sistema pervive y lleva largo tiempo alimentándose de la idea de que las mujeres deben ser virtuosas, recatadas y discretas. Y eso no se desaprende así como así, si no es con voluntad.

No te engañes, que la adultez no te libra de tener momentos revival de tu adolescencia. Te encuentras a los mismos niñatos, niños inflados de edad, que diría Simone de Beauvoir. Pero no me quiero poner profunda porque el tipo no lo merece. La historia es tan simple como él, que es un simple y un básico.

Por Tinder parecías tan “normal”…

Entiéndase por “normal” alguien con madurez que sepa mínimamente tratar con las personas, y se esfuerce por ser agradable y no hacer sentir mal a nadie. A mí este chico me lo parecía. Nunca sabes qué te aguarda después de un “match”, y lo mejor es darle a “Me gusta” sin expectativas. Pero, a medida que hablas con alguien que parece interesante y al que te unen ciertas cosas, cuesta no hacérselas.

Llevaba unos días hablando con él y me parecía divertido. Incluso empático, porque le conté alguna que otra situación de mi día a día en el trabajo o en casa, y él me animaba y me contaba cosas de la suya. Al estilo “mal de muchos”, pero que resulta efectivo casi siempre. Necesito aunque sea unas cuantas conversaciones para conectar con alguien y pasar a un nivel de contacto mayor, así que, cuando me propuso quedar, no me lo pensé. Me gustaba lo que me había trasladado hasta el momento.

Me sugirió la idea de ir a su casa y, mirad, sí, se me subió la libido solo de pensarlo. Porque una tiene sus necesidades y vive con sus padres, así que eso de traer chavales a casa con los que pelar la pava un rato está descartado.

Era lunes y quedamos en concretar en un par de días o tres, de cara al fin de semana. Yo seguí con mi vida, aunque con la perspectiva del sábado, sabedete, pero me extrañó no tener más noticias de él porque habíamos estado hablando con cierta frecuencia. No a diario, pero sí regularmente.

Le hablé para saber cómo estaba, simplemente, pero supongo que se lo tomó como la desesperación de la que se queda sin polvo, porque me escribió:

Te propuse quedar en mi casa porque es una cosa que hago con las tías que me van gustando. Si me dicen que sí, las descarto para algo más. No querría estar con una fresca dispuesta a ir a casa de cualquier desconocido”.

Hartita de culebrones

Lo lamentable de que me bloqueara no fue quedarme sin polvo, no, fue no poder decirle lo patético que resultaba y tener que quedarme con la rabia dentro.

A ver, San Agustín, ¿qué te esperabas? ¿Que te dijera que no, buscara otro encuentro en un lugar público y desplegara mis artes femeninas para ir enamorándote poco a poco? Mucha novela romántica rancia has leído tú, hijo mío.

Llamadme ingenua, pero tengo suficiente esperanza en la humanidad como para confiar en que esto, a día de hoy, es un caso aislado. Contraviene el famoso cántico “No es un caso aislado, se llama patriarcado”, con el que estoy de acuerdo: creemos que ciertos delitos son cosa de perturbados, y no de una cuestión cultural. ¿Pero esto? Esto es demasiado rancio, ¿no?

Yo creo que el tipo sabía lo gilipollas que estaba siendo y, aún así, decidió serlo. Se amparará en un derecho que cree tener: el de buscar ciertas cualidades en la futura madre de sus hijos. Y lo grave no es que busque algo concreto en una pareja. Lo grave es poner a alguien una trampa con el objetivo de cuestionarla, invalidarla y descartarla por querer vivir su sexualidad como le dé la gana. Simplemente. Que es justo lo que él hará, pero se sentirá con más derecho que yo.

 

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