Empezaré señalando que le llevo quince años a mi hermana. Es decir, no tenemos la típica relación entre hermanos que se llevan poco y se han pasado la infancia entre juegos y peleas. La nuestra tiene un puntito materno-filial ineludible. Básicamente porque he participado activamente en su crianza desde que nació. Yo le cambié pañales, la alimenté, la acompañé en su aprendizaje, en sus primeros pasos, le ayudé a formar sus primeras palabras. La vi crecer y formarse y llegar a ser quien es hoy en día. Ella fue el mejor regalo que mi madre pudo hacerme en la vida. Porque adoro a mi hermana, pero debo confesar que le tengo envidia. Diría que es una envidia sana, aunque creo que ninguna envidia lo es. Es un sentimiento que no puedo evitar y que arrastro desde que ella llegó al mundo. ¿Por qué? Porque su infancia y la familia en la que se ha criado son todo lo contrario a lo que yo tuve.

Mi padre es un ser despreciable que le hacía la vida imposible a mi madre y del que nos pasamos años escapando. Mis recuerdos de infancia son oscuros y tristes. Nos mudamos muchas veces, pasamos necesidad, mi madre trabajaba muchísimo y estaba lejos de estar bien. No la conocí de verdad ni la vi verdaderamente alegre y optimista hasta que se enamoró del que, tiempo después, sería el padre de mi hermana. Gracias a él descubrí todo el potencial de mi madre y, en parte, lo que es tener una familia.

Empecé a sentir envidia cuando ella era tan solo un bebé al que todo el mundo colmaba de atenciones. Ella tenía un padre que era lo opuesto al mío. Y que, siendo franca, siempre se ha portado genial conmigo. Pero no es lo mismo, por mucho que me quiera, no es mi padre. Me conoció en plena adolescencia y hay ciertas barreras que ya no pudimos traspasar.

Y mi hermana no solo tenía un buen padre, también tenía una madre genial. Era raro ver a la mujer que me había criado a mí, haciéndolo de forma totalmente diferente con mi hermana. No lo cambio, por supuesto. Yo también tenía una versión mejorada de madre. Solo que un pelín tarde, quizá. Yo ya no pude disfrutar de ella tanto como lo hacía la peque.

Y esa peque tiene ahora la edad que yo tenía cuando ella nació y le dio un vuelco a mi vida. Ya no vivimos bajo el mismo techo, pero nuestra relación es más estrecha y fuerte que nunca. Duerme en mi casa una o dos noches por semana y hablamos todos los días. Pese a que está en una edad difícil, confía en mí y le gusta estar conmigo. Me cuenta sus cosas y yo la aconsejo lo mejor que puedo e intercedo en sus movidas con mi madre y su padre.

Me gusta la persona en la que se está convirtiendo y soy feliz por ella y por las circunstancias tan diferentes en las que vive. Pero, como decía, en ocasiones no puedo evitar sentir esos pinchazos de envidia por lo que ella siempre ha tenido y yo no tuve.

 

Anónimo

 

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