Desde que puedo recordar tengo un amigo que siempre ha estado ahí cuando lo he necesitado. De adolescente era ese chico cariñoso y comprensivo que todas las chicas adoraban, pero que no solía tener mucho éxito a nivel romántico. Yo siempre lo quise tanto que en un par de ocasiones confundí mis sentimientos por él y, de tanto cariño que le tenía, lo besé, deteriorando momentáneamente nuestra amistad sin darme cuenta. Son cosas que pasan cuando las hormonas adolescentes están alteradas y el cariño te nubla la vista.


Después de algunos años ya ni recordábamos cómo ni cuándo exactamente había ocurrido aquello, solamente se nos hacía gracioso lo jóvenes e inocentes que éramos entonces. Cuando tuve a mi primer hijo, nuestra amistad se estrechó un poco tras años con escaso contacto. Cuando nació mi segundo hijo, me sentí muy sola y necesité el apoyo de mis amigos más cercanos para que el post parto no acabase conmigo, en plena crisis matrimonial. Mi amigo venía cada poco tiempo acompañado por mi mejor amiga para intentar alegrarme la vida. Ella siempre se metía con él y le decía que se estaba haciendo mayor y estaba todavía sin previsión de poder formar una familia pronto, a lo que él contestaba que nunca había entrado en sus planes casarse y que, si quería estar con niños, vendría a mi casa a jugar con los míos y cuando se cansase, se iría a su casa a seguir su vida sin responsabilidades. Siempre nos reímos mucho con eso, parecía que yo era la única por el momento dispuesta a tener descendencia y me sentía como en otro planeta con respecto a mis amigos más cercanos, que veían mi vida como quien mira cómo se comporta un animal extraño a través de un cristal.

Mi querido amigo llevaba una larga mala racha amorosa y yo siempre le juraba que acabaría encontrando para él a la mujer perfecta. En varias ocasiones le presenté a alguna amiga para probar si surgía el amor, pero no había manera. De hecho, con esa misma intención le presenté a mi mejor amiga, con la que se compinchó siempre para ayudarme y hacerme compañía pero, aunque encajaban muy bien, era únicamente amistad lo que había entre ellos.

Entonces mi crisis matrimonial se convirtió en divorcio y mi mundo entero tembló debajo de mis pies. Me vi con 30 recién cumplidos, dos niños, un trabajo horrible y sin saber a dónde ir; y como había hecho mil veces a lo largo de los años en cada uno de mis desengaños amorosos, su hombro me esperaba dispuesto a enjuagar mis lágrimas y su mecanismo cómico en marcha para hacerme reír siempre que la pena amenazase con tragarme entera. Y lo vi ahí para mí, como siempre, y todo tuvo sentido de repente. Después de sorprendernos mutuamente con el primer beso, de charlas sobre por qué no volvería a pasar y volver a sorprendernos nuevamente llevados por la pasión contenida y el cariño, planeamos cuidadosamente cómo quedaríamos para tener intimidad, saldría horrible y podríamos seguir con nuestras vidas como si no hubiese caído sobre nosotros un velo de romanticismo repentino. No tenía sentido todo esto después de tanto tiempo y, de tenerlo, nuestras vidas estaban en puntos tan distintos que ni se veían. Él no tenía responsabilidades, necesidades ni preocupaciones, yo trabajaba mil horas y dedicaba el resto del día a cuidar de mis pequeños, volviéndome loca con los números en busca de la manera de poder vivir con ellos, sola, con mi sueldo miserable.


Pero nuestro estudiado plan de quedar y que todo fuese un desastre falló y, no solo fue maravilloso, si no que despertó un montón de sentimientos que no sabía que podría tener hacia él. Cuando estaba sola y pensaba en ello me parecía irreal y creía que cuando nos viéramos nuevamente veríamos que todo había sido una confusión y volvería a normalidad, pero nos veíamos y a medida que nos acercábamos, las ganas de besarnos crecían conforme la distancia desaparecía entre nosotros. Esa teoría de que simplemente teníamos la espinita de la adolescencia por sacarnos y que luego todo sería como siempre, resultó ser absurda y, cuando nos dimos cuenta, él estaba trayendo sus cosas a mi casa.

Para mis hijos no fue extraño, porque estaban cansados de jugar con él muchas tardes de invierno. Para él debería haberlo sido, pero no lo fue, porque siempre los quiso tanto que, al ver cual era nuestra vida real y acompañarnos a los tres en el amor que compartíamos, le fue muy natural unirse al círculo de amor y respeto que estábamos creando.

Los hizo muy partícipes de mi embarazo cuando juntos esperamos a la pequeña. Planeaba con ellos cómo jugarían los cuatro cuando yo quisiera estar un rato sola, les pedía colaboración para hablar con ella a través de mi barriga y, cuando la niña nació y mucha gente que claramente no nos conocía suficiente esperaba que comenzara a hacer distinciones entre su hija y los niño que no eran suyos, él los vio y lloró emocionado al verlos con esas nuevas gafas que te caen del cielo cuando coges en brazos a tu recién nacido por primera vez y entendió que, aunque siempre los había querido mucho, ahora sabía cuanto más los quería yo y no pudo dejar de abrazarlos durante horas.
Siempre habían sido unos niños especiales para él. Nunca habría imaginado que serían los hermanos mayores de su hija, esos niños que mimarían en exceso a nuestra bebé mientras nosotros los miramos orgullosos.

Luna Purple.