Nunca pensé que algo que hice de forma altruista a los veinte años podría tener un impacto tan profundo en mi vida actual. Hace más de una década, doné óvulos. En ese momento, me sentía joven, saludable y quería marcar una diferencia en la vida de alguien.

Nunca imaginé que, años después, me encontraría en una situación en la que desearía tener mis propios hijos y no podría.

A los veinte años, la idea de tener hijos propios no estaba en mi radar. Estaba centrada en mis estudios y en construir mi carrera. Pero conocí a una pareja a través de amigos que estaban desesperados por tener un hijo y no podían. Su historia me conmovió profundamente y empecé a investigar sobre la donación de óvulos. Cuanto más leía, más convencida estaba de que podía hacer algo significativo. Así que, sin pensarlo mucho, busqué una clínica especializada y me sometí al proceso.

El procedimiento fue más sencillo de lo que esperaba, aunque no exento de molestias. Me hicieron todo tipo de pruebas genéticas, no querían óvulos de cualquiera. Es más, debías cumplir unos requisitos físicos para donar, una altura mínima y un peso.

Experiencia como donante de óvulos

Recuerdo las inyecciones diarias de hormonas para la estimulación ovárica y los ultrasonidos frecuentes para monitorear mis folículos. Al final, la extracción de óvulos fue rápida y me recuperé en pocos días. Me sentí orgullosa de haber hecho algo que podría cambiar la vida de una familia para siempre.

Nos os voy a mentir, me pagaron por donar óvulos. Un dinero que te dan en concepto de compensación por las molestias y desplazamientos. Que no fue mucho, no llegó a mil euros, pero con 20 años te parece un pastizal y me vino genial para pegarme un viajecito con mis amigas.

Los años pasaron y la vida siguió su curso. Terminé mis estudios, conseguí un buen trabajo y conocí a mi pareja actual. A medida que nuestra relación se consolidaba y nuestra economía se hacía más solida, empezamos a hablar sobre formar una familia. Era un sueño que ambos compartíamos y nos emocionaba la idea de tener hijos. Sin embargo, después de casi un año de intentarlo sin éxito, empezamos a preocuparnos.

Decidimos consultar a un especialista en fertilidad. Las pruebas iniciales mostraron que mi recuento de óvulos era sorprendentemente bajo para mi edad, aparte de algún problema más. Fue un golpe duro. El médico me explicó que, aunque no es común, algunas mujeres pueden experimentar una disminución en la reserva ovárica tras la donación de óvulos. Sentí como si el suelo se desmoronara bajo mis pies.

La idea de que mi acto altruista podría estar relacionado con mi incapacidad para concebir era devastadora.

Aún así, había una pequeña esperanza, así que comenzamos con tratamientos que no parecían dar buen fruto. Cada ciclo fallido era una mezcla de tristeza y desesperación. Empezaba a preguntarme si alguna vez podría ser madre.

Mi marido fue un gran apoyo, pero también veía la tristeza en sus ojos. Queríamos formar una familia juntos y la posibilidad de que eso no sucediera era algo que ambos estábamos luchando por aceptar.

A veces, me pregunto si hay un niño en algún lugar que lleva mi genética, si hay una familia que se benefició de mi donación.

Esa idea es agridulce. Por un lado, me consuela pensar que pude ayudar a alguien a experimentar la alegría de ser padre. Pero, por otro lado, la incertidumbre de no saber si alguna vez podré experimentar esa sensación de estar embarazada, de dar a luz y de criar a un hijo biológico.

Hemos considerado otras opciones, como la adopción, pero no es una decisión fácil. Me perturba mucho la idea de criar como propio al hijo de otros, y que, a la vez, otra familia tenga ahora mismo un hijo genéticamente mío.

Pero, aunque mi camino hacia la maternidad no ha sido como lo imaginé, sigo teniendo esperanza. Sigo creyendo que hay muchas maneras de formar una familia y que, de una forma u otra, mi marido y yo encontraremos la nuestra.