Llevaba ya varios años con mi pareja, un hombre maravilloso con quien por fin había conocido una relación sana y satisfactoria en contraste con las anteriores, incluyendo un matrimonio fallido del cual había surgido un hijo.

Él también era divorciado aunque cuando nos conocimos aún no se había formalizado ni siquiera su separación. Supongo que fue el peor momento posible para iniciar algo, y toda la historia que vino después y de la que lo que os cuento hoy es solo un ejemplo, fueron simplemente las consecuencias.

 

 

Yo ya estaba presente en su vida, pues, cuando se decidió a dar el paso complicadísimo de salir oficialmente de su matrimonio.

Y siempre le creí cuando me juró y perjuró que yo no era la responsable de ello, que lo tenía muy claro desde hacía mucho tiempo pero había necesitado un detonante que le armase de valor y fuerza para afrontar una decisión tan dura para todos.

Ese detonante fui yo, con el precio a pagar de que su mujer me culpó de ello, haciendo llegar la misma percepción a sus hijas.

 

 

A diferencia de mi hijo, mucho más pequeño aún, a día de hoy sus dos hijas ya son adultas y todo esto les pilló más mayorcitas, en la adolescencia.

A priori, yo pensé que eso sería una ventaja a la hora de aceptar a la nueva pareja de su padre, pero al final resultó ser todo lo contrario.

Desde el principio, su ex mujer no pareció aceptar nuestra relación y, consecuentemente, las hijas se posicionaron con ella.

 

 

La más pequeña, que siempre había tenido un vínculo especial con su padre, con el tiempo pareció respetarme aunque sin ningún entusiasmo, pero al menos no era tan evidente su rechazo hacia mí.

Sin embargo, la mayor puso un muro bastante obvio entre ella y yo que no había manera de derribar. Se negaba a coincidir conmigo en eventos e incluso a hablar directamente sobre mi persona, como si yo no existiera…

Su padre y yo siempre pensamos que sería cuestión de tiempo, así que no hubo ningún tipo de presión y simplemente respetamos su proceso, aunque este nunca parecía evolucionar a algún sitio.

 

 

Ya nos habíamos acostumbrado a vivir de esta triste forma, hasta que un día anunció a su padre la feliz noticia de que se iba a casar.

Empezaron con los preparativos de la boda y mi pareja dio por hecho de que yo, a pesar de todo, estaría invitada con normalidad dado el tipo de celebración del que se trataba, pero transcurrido un tiempo empezamos a no tenerlo claro…

Ella hacía comentarios en los que parecía que yo no tenía cabida. Además, su madre, a pesar del tiempo que había transcurrido, seguía sin poder verme, así que finalmente la duda razonable se convirtió en un interrogante gigante que debíamos resolver, puesto que ya cada vez quedaba menos tiempo para el feliz evento.

 

Por lo que un día mi pareja puso las cartas sobre la mesa y le preguntó directamente a su hija si yo estaba incluida en la invitación, y ella le respondió con total sinceridad y le dijo que no.

Le comentó que no tenía ningún tipo de relación conmigo y consecuentemente ningún tipo de aprecio, por lo que yo no era una persona que desease o le importase que estuviese ese día.

Ante el gesto compungido y la protesta de mi novio, también le aclaró que pretendía ser el día más feliz de su vida y que no quería ningún tipo de mal rollo en este. Que él sabía perfectamente que solo con mi presencia ese mal rollo existiría, al menos por parte de su madre.

 

 

Por todas esas razones juntas, lógicamente la decisión más sensata, coherente y razonable era que yo no estuviese al lado de mi pareja en ese día tan especial e importante para todos ellos.

Yo lo entendí perfectamente, a pesar de apenarme, pero casi que me quitó un peso de encima saber que no tendría que pasar por el mal trago de compartir espacio físicamente con su ex mujer, que no me miraría bien precisamente.

Mi pareja, en un primer momento se entristeció bastante e incluso se rebeló contra su hija, llegando a sopesar la opción de no acudir a su boda. Sentía que no solo no se me respetaba a mí sino tampoco a él y las decisiones que había tomado en su vida.

 

Tuve que hacerle ver que ella, de alguna manera, tenía razón y que, dadas las circunstancias, yo iba a ser la primera que no me sintiese cómoda en esa fiesta sabiendo perfectamente como sabía que era una persona non grata por parte de más de una persona de su familia.

Y llegó el día de la boda, que fue agridulce para ambos: le ayudé a arreglarse, a vestirse, le di un beso y le despedí con el deseo de que disfrutase plenamente de ese día único en su vida y la de su hija, aunque fuera sin mí a su lado…