Un día, cocinando, le di un mal golpe al mango de la sartén y me volqué el aceite hirviendo encima.
El dolor fue horrible, grité y mi marido vino corriendo. Me encontró tapándome la cara y gritando que creía que me había quedado ciega.
El aceite me causó quemaduras graves desde la frente hasta al ombligo. En el torso y los brazos, atravesó la ropa e incluso dejó tejido pegado que luego hubo que sacar de mi piel, pero la peor parte se la llevó mi cara.
La parte más grande, fue a parar a mi ceja, dejando una quemadura enorme en la que ya no volvió a crecer pelo. Me dolió tanto que pensé que me había quemado el ojo, pero por suerte no fue así. Dentro de lo malo, había salido bien parada.
Vinieron unos meses duros de curas, cremas, valorar injertos y, sobre todo, tener esperanza en que todo iba a mejorar.
En mi mente, las quemaduras acabarían siendo casi invisibles y todo volvería a la normalidad, así que imaginad mi dolor, cuando iba pasando el tiempo y cada vez quedaba más claro que no iba a ser así.
No era capaz de mirarme al espejo, me sentía como un monstruo deforme y sin ceja, que atraería las miradas de todos y que todo el mundo miraría con desprecio. Me quedé sin autoestima y no había nada que pudiera hacerme sentir mejor, incluso me daba apuro que me viera desnuda mi marido.
Me sentía una inútil y me costaba muchísimo aceptar que mi vida hubiera cambiado por completo en solo unos segundos. Pensaba en que ojalá ese día hubiera cocinado otra cosa, o hubiera cocinado mi marido, o simplemente no le hubiera dado el golpe. No salía de mi cabeza.
No parecía ver luz al final del túnel, me pedí la baja, me encerré en casa y me negué a salir. Fue una época terrible y con la llegada del verano, se acentuó más.
La quemadura de la cara la podía disimular medianamente bien maquillándome, pero la de los brazos, el pecho y el cuello, no.
Me daba pánico pensar en enseñar mis quemaduras por la calle. Imaginaba a todo el mudo mirándome y pensando que tengo algún tipo de enfermedad, fijándose entonces en mi cara, notando mi maquillaje, y poniendo cara de asco.
Mi marido me intentaba animar a salir, pero yo me cabreaba si lo insinuaba. Estaba en un callejón sin salida y, por recomendación de mis seres queridos, acabé yendo a terapia.
Al principio estaba muy bloqueada, tenía mucha rabia y sentía que querían obligarme a aceptar y ver normal, una situación que no quería aceptar y que no lo era. Pero estaba muy equivocada.
La terapia fue un soplo de aire fresco, me ayudó a gestionar todas esas emociones, y muchas más que ni si quiera había detectado o les había dado forma. Me dio los ánimos que necesitaba para irme exponiendo poco a poco por la calle.
Primero fui en manga corta, después en tirantes y, finalmente, me enfrenté a ponerme el bañador.
La primera vez fue de noche, en la playa. En terapia me recomendaron que lo hiciera así y que me permitiera divertirme sin sentirme juzgada, que disfrutase y que me reconciliase con mis heridas y mi cuerpo. Y así lo hice.
El contacto del agua del mar fue reparador, me sentí tan bien que me emocioné y disfruté mucho del rato allí. Tarde un poco más en atreverme a ir de día, y cuando lo hice, ¿Sabéis que pasó? Que el mundo siguió girando.
Pude volver a verme bien, a sentirme guapa y a aceptar mis heridas. Y, aunque parezca una tontería, fue gracias a ir a la playa,