Aventuras en los desayunos buffet de los hoteles

Soy una persona que desde pequeña ha vivido situaciones peculiares en los desayunos buffet de los hoteles. 

Sin ir más lejos, cuando tenía unos 11 años fui con mis padres a Sierra Nevada. En el hotel, nos sentamos a desayunar en una mesa grande a compartir con otros huéspedes. Y acabé sentada junto a una señora que viajaba con su marido. La pareja era encantadora y se pusieron a conversar con mis padres durante el desayuno.

Yo aquel día estaba un poco de morros porque era un desastre para dormir bien fuera de casa y estaba con los cables cruzados (además de medio zombie).

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Cuando volví de prepararme un cola-cao, al sentarme de nuevo, lo coloqué con tanta fuerza en la mesa que lo desparramé todo y le salpicó encima a la pobre señora, en concreto, por toda la blusa y la rebeca. Para que lo visualicéis era una especie de señora Doubtfire andaluza. Por suerte, no se lo tomó mal, pero para todo el viaje me convertí en la niña del cola-cao.

De adulta, fui con mi mejor amigo a Mallorca. Por cuestiones que no vienen al caso habíamos ganado una estancia de dos noches en un hotel de cinco estrellas. Traducción: nos plantamos en un hotel de superlujo a pie de playa con un par de mochilas piojosas.

El glamur nos daba un poco igual, nosotros íbamos a disfrutar y a arrasar por la vida en ese magnífico desayuno que venía incluido en la estancia. Nunca supimos qué clase de convención había allí. Pero en el hotel solo estábamos nosotros y un grupo de nórdicos de nacionalidad no identificada vestidos con ropa de yoga y las esterillas a cuestas.

Cuando bajamos, el desayunador estaba al completo. Por suerte, tenían un área VIP que, aunque no nos correspondía, la habilitaban en estos casos. ¿Qué habíamos hecho nosotros para merecer tanto? El sitio era una pasada, hasta tenía vistas al mar. El maître, al vernos sin asientos, se apresuró a abrir el otro comedor. Dicho de otra manera, fue a quitar una mampara separadora y abrir una puerta corredera. El hombre con las prisas no calculó bien y estampó la mampara sobre una vitrina en la que tenían varios boles con frutos secos.

El bol de orejones que estaba en el extremo salió volando por los aires y todos los orejones se desparramos cayéndonos encima a mi amigo y a mí. Yo lo viví como si fuera una película, a cámara lenta y sin capacidad para reaccionar. Lo único que me salió cuando asimilé lo que estaba pasando fue reírme. Nos pidieron mil disculpas y nos prepararon todo con una celeridad pasmosa. 

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Recientemente, estuve con mi pareja en un hotel en el Algarve portugués que también tenía desayuno buffet. Era un hotel ecosostenible en mitad de una marisma y cuya tradición se centraba en la actividad pesquera y en las salinas que había en ese mismo enclave. Supongo que ese fue el motivo por el que, al llegar al desayunador, nos recibió una persona vestida de ¿langosta? ¿nécora? ¿cangrejo?

No recuerdo bien el bicho, pero tenía muchas pinzas y las meneaba, dicho de otra manera, te hacía un bailecito de bienvenida y te saludaba. Yo lo vi de lejos y, como había familias con niños, entendí que se volcara con ellos, pero al entrar yo con mi novio me recibieron como si fuera otra niña más y acabé saludando y, por algún motivo, haciéndole reverencias. 

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Una vez dejamos el marisco antropomórfico a un lado, nos fuimos a la vitrina de los cereales. Allí perdí de vista a mi novio y cuando nos reencontramos en la mesa había pillado ―aparte de su bol reglamentario de cereales con chocolate― un plato con bollería hasta las trancas. De entre todos los bollos había una especie de donut recubierto de chocolate que no dudó en sumergir en la leche. Sin partir ni nada, una vez que devoró los cereales.

Yo me sentí en aquel momento como en aquella canción de los 2000 que cantaba Melody “Y la gente nos miraba…. Y la gente nos miraba…” porque los alemanes que teníamos al lado no perdían compás de la pericia de mi novio a la hora de zambullir donuts en el bol sin perder un ápice de elegancia. Cuando, a modo de coña intenté hacerlo yo, el donut se me quedó como el Titanic justo antes del hundimiento. ¡No cabía! Entonces me paré a observarlo y, efectivamente, cuando lo perdí de vista fue para pedir un bol más grande… ¡al señor del buffet vestido de langostino!

 

Ele Mandarina