Mercedes quería crear. Contribuir a lo bonito del mundo a través del lápiz y el  papel había sido un sueño suyo que año tras año había estado empujando al fondo de su  mente como quien esconde unas reliquias inservibles que no está preparado para tirar.  Había conseguido superar eso. Se compró un cuaderno de bocetos y unos lápices de  diferente grosor, sin embargo, ahora no era capaz de alzar el lápiz, conectarlo con el papel  y, de forma efectiva, dibujar. Presionaba contra su costado el bolso, a través de la tela  sentía la esquina del cuaderno clavándose en su carne. Oía, como si se produjeran pegados  a su oreja los trazos del lápiz que utilizaba el anciano, apenas unos años mayor que ella,  del lado opuesto del banco y se preguntó por qué. Por qué ella no. Alzó la vista y  Caravaggio le devolvió la mirada a través de los párpados entornados del Jesús aparecido  en Emaús. Eso la hizo sentirse peor. Se había sentado delante y sin embargo no podía  mirarlo con libertad. 

«Nunca harás algo así» pensó ella «¿Pero por qué tendría que hacer algo así? ¿Y  si lo hago a mi manera? Es imposible… ¿Qué vas a hacer tú? Mercedes, se realista, solo  eres una ama de casa aburrida que se ha hecho mayor y ahora quiere hacerse la creativa  pintando. Podrás ser muchas cosas, pero no eres una artista. Agustina sí es como él, sus  personajes parecen salirse del lienzo, los colores comulgan y las cosas parecen de verdad.  Ella sí es una artista. Tú no.» 

Y procedió a recordar aquel diálogo que flotaba en las aguas más sucias de su  pensamiento: 

«—… Lo que digo es que me encantaría recibir algún consejo tuyo… Bueno,  supongo que lo sabes, pero es que eres buenísima… y… y yo estoy empezando, y me  gustaría… 

—¿Ser igual? 

—Bueno, sí… Quiero ser buena. 

—Para ser buena deberías haber empezado antes —dijo ella con una risita—,  mucho antes, de niña. Y eso suponiendo que tengas talento de verdad. 

—Pero…

 

—Hazte un favor, no te mientas a ti misma. Nunca podrás llegar a mi nivel en esta  vida. Si no te conociera me ofenderías, pero como ya nos conocemos sé que siempre has  sido un poco fantasiosa y supongo que por eso se te ha metido esta idea del arte en la  cabeza. Quítatela, eres ama de casa, no artista. 

—No hace falta ser así de dura… 

—Lo soy porque te aprecio. No hay nada de malo en tener el arte como afición,  pero no esperes ser “buena”. Sálvate del ridículo, que ya eres mayorcita.» 

Los dedos del apóstol Santiago en el lienzo casi llegaban a su cuello y el cosquilleo  la obligaba a mirar más. Era una simple cena, otra representación de Jesús, pero la  absorbía, y mientras el sol de media tarde le rozaba la mejilla, los trazos se hacían más  audibles. Supo que era su imaginación la que les daba ese altavoz, aunque seguía  doliendo. Caravaggio llevaba siglos muerto, pero el anciano a su lado parecía el ser  humano más vivo que hubiera existido. Miró con disimulo su obra, y sí, como esperaba, era buena. Jesús tenía los ojos abiertos y miraba al vacío como si hubiera algo allí. Era  como si compartieran un mismo idioma ajeno a la pobre Mercedes. Este hombre había  sacado a Jesús del cuadro y tomado solo lo que le interesaba para representar un momento  muy parecido, pero radicalmente diferente. Le pesaba todo el cuerpo. Se hubiera rendido  ahí mismo y de forma definitiva, solo tenía que irse y no volver, pero Caravaggio la  miraba todavía. 

—¿Usted también es artista? —el anciano habló sin levantar el rostro de su boceto.  Mercedes se removió sin saber qué responder, pero en seguida sintió las palabras de  Agustina patalear en su boca. 

—No… ¿Por? 

—Es extraño ver a un visitante centrarse tanto en una obra. Solo eso. —También podría ser historiadora o… o crítica —rebatió ella, nerviosa. 

—También —rio él—, pero siempre me ha parecido que esos miran de forma  diferente. Usted mira… con miedo y considero que a esa conclusión solo puede llegar  alguien que ve el trabajo de Caravaggio como algo inalcanzable. Alguien que sabe cómo  se hace en teoría y aun así no lo entiende, es decir, un artista.

El anciano le lanzó una leve mirada por encima de su cuaderno y su sonrisa tan  cálida hizo que ella relajara los hombros. No sabía que los buenos artistas también eran  humanos, pero él lo parecía y aunque nadie puede vivir de apariencias, ella, una mujer  que por regla seguía el camino contrario a su intuición, decidió confiar en el  presentimiento que tenía respecto a ese hombre. 

—Dibuja usted muy bien —dijo ella en un hilo de voz. 

Él rio, rascándose la oreja. 

—No se crea —Mercedes lo miró ojiplática—, realmente soy bastante mediocre —y rio de nuevo, con toda la tranquilidad, para luego dejar el lápiz a un lado y volverse  hacia ella—. Entonces… ¿Qué es lo que más le gusta de nuestro amigo? 

Mercedes miró el cuadro de reojo. 

—Es difícil elegir… Creo que dibuja muy bien, muy como son las personas y  luego las sombras… y los colores… Es como si todo se complementase. Parece casi que  ha pasado realmente. 

—¿Ha intentado empezar a imitar eso alguna vez? 

—No… No sabría por dónde empezar… —Él iba a decir algo, pero Mercedes se  adelantó— Malgastaría papel. 

El anciano asintió mirando al vacío. 

—Puede que al principio sí, pero nadie nace sabiendo, querida. Sería muy  egocéntrico pensar que todo sale bien a la primera. Yo tengo muchos dibujos y… solo  enseño un uno por ciento, lo demás me parecen aberraciones. El arte está muy  acompañado de la duda. 

—Sí… —admitió Mercedes. 

—Las artes, todas las artes, piden paciencia, constancia y práctica y quien dice lo  contrario miente como un bellaco. 

Pese a que se sentía como una niña reprendida no podía dejar de escucharle.  Entonces pensó en Agustina.

—Pero, ¿y si nunca llego a…? —se calló a mitad de frase, mejillas encendidas. El  Jesús con los brazos abiertos la llamó para absorberla de nuevo a su seno de la forma más  tranquila posible. Mercedes suspiró como si se dispusiese a saltar. 

—También necesitas confianza y, si me apuras, un poco de egocentrismo para  contrarrestar la duda —añadió él, rompiendo el hechizo. 

—¿Y si nunca lo consigo? —dijo con voz débil. 

No dijo nada, solo la miró y preguntó en un susurro: 

—¿Tienes cuaderno de bocetos? —Mercedes asintió— ¿Puedo verlo? —Era  incapaz de entender los procesos de pensamiento de aquel hombre, pero le hizo caso y lo  sacó del bolso. Ante su asombrado rostro él lo tomó casi con reverencia y con uno de sus  lápices más gruesos hizo un bosquejo de las figuras del cuadro de Caravaggio en la  primera página. Mercedes se quedó mirando el negro del grafito contra el blanco lechoso,  sin decir una palabra— Todos hemos empezado por algún sitio, por eso te regalo el  comienzo de tu obra. Así nos tendrás a Caravaggio y a mí para recordarte que practicar  no es malgastar. 

—¿Por qué hace esto…? —sus ojos empezaban a traer lágrimas. Él sonrió más. 

—Cada cual necesita un empujón de vez en cuando. ¡Si te dijera cuántos he  necesitado yo para llegar hasta aquí! 

Mercedes vació un marco para colgar aquella lámina en la pared de su estudio.  Pasó tiempo, pero esta fue testigo de todos sus trazos hasta que la artista local dejó este  mundo el dieciséis de octubre de dos mil treinta y tres. Su nieta Elisa mandó enmarcar  sus obras, y mantuvo aquella primera lámina en la habitación de su hija junto con la  historia de aquel hombre y la tarde en el museo en la que la abuela se convirtió en artista. 

 

Carmen C. L.