No recuerdo muy bien si tenía 13 o 14 años, pero si cierro los ojos me veo a la perfección. Estaba desnuda frente al espejo de mi baño recién salida de la ducha, tocándome los pechos y preguntándome cuándo crecerían. Mi amiga Violeta ya usaba sujetadores de la copa C, pero yo usaba tops que ni siquiera llenaba. Me sentía frustrada e insegura.

Un día encontré la solución. Fui al Todo A Cien de mi barrio y compré un sujetador con relleno. Llegué a casa, cogí las tijeras de costura de mi madre y empecé a cortar la tela de mi última compra. Saqué el relleno de espuma y durante los siguientes cuatro años lo coloqué en mis tops todos y cada uno de los días.

Algunas chicas usaban calcetines, otras algodones y otras trozos de papel. Yo llevaba los restos de un sujetador de 10 euros recortado. Al fin y al cabo eran suaves y cómodos, más que un calcetín de algodón.

De esta etapa me acuerdo de las clases de educación física. Me cambiaba en los baños con la puerta bien cerrada para que ninguna compañera me viese el relleno. También tengo en mente todas aquellas tardes en las que iba de compras con mis amigas y yo era la única que entraba en el probador sola para probarme camisetas. Me aterraba que descubriesen mi secreto.

Un día mi madre, que es como un detective de la CIA, encontró mi relleno.

– Hija, ¿qué es esto?

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Lo preguntó con sinceridad porque no tenía ni idea de lo que se trataba. Sabía que lo usaba para fingir tener más pecho porque estaba al fondo del cajón de los sujetadores, pero no entendía de dónde lo había sacado. Yo contesté nerviosa y me inventé una excusa que ahora he olvidado, probablemente mala y poco creíble. Me miró y dejó el tema al notar mi inseguridad. Nunca más dijo nada.

Con 16 años me eché mi primer novio y a los 17 comenzaron los tocamientos por encima de la ropa. Yo me sentía tensa. No me daba miedo que me tocase las tetas, lo que me acojonaba es que descubriese el relleno. Finalmente dejé de usarlo y lo guardé otra vez al fondo del cajón. Allí permaneció durante todos estos años. Me fui al a universidad, encontré un trabajo y me independicé.

Ayer volví a mi casa, a mi habitación de toda la vida, y cuando buscaba un tirante color carne para colocárselo a un sujetador lo encontré: el relleno de mi adolescencia.

Reí y le conté a mi madre esta historia. Ella me miró y me dijo “vaya bobada”. Así son los padres, si te ven llorar su consejo es “pues no estés triste”. En el fondo esta vez estaba de acuerdo con mi madre, qué bobada avergonzarme de mi cuerpo. Sin embargo, años atrás para mí mis tetas eran mi mayor complejo y mi relleno el mayor salvavidas.

Ahora tengo una copa A y unos pequeños pechos que me parecen preciosos, igual que me parecen preciosos los voluptuosos pechos de otras mujeres. Eso no significa que algunos días, como cuando me pongo mi vestidazo granate de las ocasiones especiales, piense “joder, qué bien quedaría esto con un buen par de tetas”.  Otros días me adoro, sobre todo cuando encontré el bulto. Soy atea, pero recé y repetí una y otra vez “me da igual que sean pequeñas, las quiero igual”.

El bulto fue benigno, mis tetas son pequeñas y el relleno del cajón de sujetadores se quedó ahí, como un recordatorio del viaje que realicé hasta conseguir amarme.

Imagen destacada de la web Aerie.