Cuando vas a una boda de invitada te vas haciendo una idea sobre cómo puede salir todo: si estarás a gusto con la ropa, si pasarás frío o calor, si los zapatos te dolerán, si comerás demasiado, si vas a sentarte con gente que te cae bien, si acabarás haciendo la conga con la vergüenza totalmente perdida… ¡Cosas de ese estilo! Pero creo que lo de terminar la fiesta con una desagradable interrupción de la Guardia Civil es algo que no entra en los planes de nadie.
Nuestros amigos Jaime y Esther se casaron este verano en el parque nacional de la Sierra de las Nieves, un espacio natural protegido. La celebración tuvo lugar en el mismo sitio de la ceremonia, un restaurante precioso con unos jardines enormes sobre las montañas de la sierra. Estaba todo decorado como en un cuento de hadas, lleno de lucecitas y flores blancas. Los novios se encontraban radiantes, la música era maravillosa y la cena fue espectacular.
La única pega era el calor insoportable. A pesar de ser de noche y de estar en plena sierra, nos pilló una de las muchas olas de calor que se hacen en el sur cada verano. Solamente se levantaba de vez en cuando una leve brisita, que se detenía a ratos para que sudásemos como pollos. Pero eso impediría que disfrutásemos a tope de la fiesta.
Todo iba como tenía que ir, hasta que mi querida (y algo metepatas) amiga Mariló nos pidió que reuniésemos al grupo porque tenía preparada una sorpresa para los novios. Intrigados, nos apartamos de la zona de baile y la esperamos a que volviese con una bolsa en la que guardaba la misteriosa sorpresa. Sacó de allí con mucha ilusión varios paquetes de lo que parecían lámparas de papel. ¡Eran farolillos flotantes!
A mi grupo de amigos les encantó la idea de sorprender a los recién casados con un cielo iluminado de estrellas llenas de buenos deseos. Rápidamente se pusieron a montarlos y a organizarse para ponerlos en marcha. Yo no estaba muy convencida, pues soy bastante reacia a hacer nada que llame la atención en la boda de otra persona, sin consultarle previamente. Además, no estaba muy segura de que lanzar en pleno verano sobre una gran arboleda totalmente seca varias velitas de fuego fuese buena idea, o incluso legal.
Pero antes de que quisiera darme cuenta, ya se elevaban varios farolillos encendidos y comenzaron a volar rumbo al cielo. Algunos de los demás invitados se percataron y se acercaron a participar del lanzamiento. Pero otros pocos, los autóctonos del pueblo, sonreían un poco incómodos, igual que los novios. Y fue entonces cuando, los aplausos y suspiros de sorpresa y entusiasmo empezaron a tornarse en murmullos y seriedad. La música dejó de sonar.
Mis amigos habían seguido lanzando farolillos, hasta que se empezó a abrir el corro que nos rodeaba y vimos acercarse a dos parejas de la Guardia Civil, concretamente del SEPRONA.
Tras atrapar al vuelo el último farolillo que acababan de encender, los agentes preguntaron por el responsable de todo aquello. Mariló no abrió la boca, y las caras de Esther y Jaime eran un auténtico poema.
El padre de Esther, amigo del dueño del restaurante, se acercó rápidamente. Afortunadamente, también conocía a los guardias civiles, e intentó excusarnos explicándoles que éramos de fuera y que no habíamos caído en el alto riesgo de incendio que había en esa época en aquel sitio.
Nos soltaron un buen sermón, merecidamente pensándolo luego en frío, y afortunadamente se marcharon sin más consecuencias. Aunque antes apuntaron algunos de nuestros datos, por si las lámparas voladoras causaban algún incidente.
Por suerte, pudimos ver desde lejos cómo se iban apagando, o al menos desaparecían de nuestra vista. Pedimos perdón a los novios, y a sus padres, e intentamos reconducir la fiesta. ¡Se nos había cortado el cuerpo a todos!
A la mañana siguiente, comprobamos que no se había registrado ningún conato de incendio ni nada por el estilo. También respiramos aliviados cuando Esther y Jaime nos aseguraron que no nos guardaban ningún rencor, y todo quedó en una ¿divertida? anécdota.