Cuando yo tenía 16 años pasé por una época un poco chunga en la que me olían fatal los pies. Creo que influyó el hecho de que llevase SIEMPRE las mismas Converse blancas roñosas; Converse que finalmente mi padre tiró al a basura. Lo pasaba muy mal cuando iba a dormir a casa de alguna amiga o en verano, esa época de campamentos, hormonas y besos. ¿Por qué sufría tanto?, pensaréis. Pues porque para mi descalzarme delante de gente era todo un drama. Tenía pánico real a que la gente se diese cuenta de que me olían los pies, así que llevaba una bolsita en la maleta y todas las noches metía ahí los zapatos y los calcetines usados y la cerraba como si guardase un tesoro. Al día siguiente me ponía otros calcetines, sacaba mis Converse de la bolsa y la historia se repetía. Sorry por ser tan guarra, con el tiempo he aprendido.

¿Por qué os cuento esta historia que me deja en tan mal lugar? Porque el otro día me di cuenta de que estaba saliendo con un tío que me trataba como yo traté a mis pobres calcetines sudados. 

Sí amiguis. No me di cuenta hasta ahora porque estaba metida en mi mundo de color rosa, pero yo era las Converse usadas y viejas de este señor.

Llevábamos 6 meses acostándonos, viendo series abrazados en su casa, dando paseitos por la calle (pero no de la mano), yendo juntos al cine, enrollandonos en los portales… En otras palabras, en una relación. ¿Entonces dónde está el problema? Pues que JAMÁS me quería presentar a nadie; ni amigos, ni familia, ni compañeros de trabajo. Y si por un casual nos cruzábamos con algún conocido suyo, me presentaba como «una amiga».

Yo pensaba que a lo mejor él era tímido o muy reservado con su intimidad, pero no. Todo eran truquis de mi cerebro para evitar la cruda realidad: que se avergonzaba de mí. 

Cuando se me rompieron mis preciosas Converse y yo me empeñé en seguir usándolas, mi padre puso punto y final. Las tiró al cubo de la basura. No al de casa, porque de allí las habría vuelto a coger. Bajó a la calle, abrió el contenedor de orgánicos porque en mis zapas habitaban seres vivos, y las tiró. Fue valiente, y yo tenía que hacer lo mismo…

«Oye, Rober, ¿por qué no he conocido a ningún amigo tuyo en 6 meses si tú conoces a todos los míos?»

Rober flipó un poco. Su voz tembló y de su boca empezaron a salir excusas:

  • Bueno es que soy muy despistado y se me olvida presentarte.
  • Es que me da un poco de palo, ya sabes como soy yo con mi vida privada.
  • La verdad es que no me había dado cuenta, lo intentaré hacer más.
  • A nadie le interesa lo que hacemos.
  • Tampoco vamos tan en serio todavía.

Y cuando se quedaba sin tópicos, dijo la verdad.

«Mi gente no va a entender que esté con una chica como tú.»

Reconozco que tengo muchos defectos, pero hay algo que me maravilla de mi misma: adoro ayudar a los demás. Por eso quise ahorrar una preocupación al pobre Rober y le dije que ya no tendría que darle más vueltas al asunto. Su gente no iba a necesitar hacer ningún esfuerzo para intentar entender cómo una tía gorda estaba con un tío delgado, porque en ese mismo momento terminamos lo que teníamos.

Ahora la que no entiende esa relación soy yo. ¿Qué hace una chica inteligente, divertida, cariñosa, carismática y con un cuerpazo con un neandertal? Misterios de la vida que le dejo a Iker Jiménez.