Envíanos tu historia y participa en el concurso del verano (premio aquí)
Las historias que cambian vidas, suceden tras una serie de absurdas casualidades. Así, esta historia comienza con un compañero de trabajo, en un trayecto de vuelta a casa compartiendo coche y con un comentario inocente:
“Es un asco ganar lo suficiente para poder organizar unas buenas vacaciones y no hacerlo por no tener con quién”.
Tardamos, aproximadamente diez minutos, en empezar a pensar destinos para irnos juntos. Él y yo, con cinco años de diferencia, éramos amigos, de los que cenan juntos una vez por semana y se confiesan sus alegrías y frustraciones ante una caña. En cuestión de días, me proponía abrir el plan, que por aquel entonces ya empezaba a tener nombres de ciudades, a algunos de sus amigos más cercanos. “No creo que se unan, pero podría decírselo, por si acaso”. En ese momento, organizando un viaje con una persona que yo había contratado y con quién compartía jefe desde hacía unos meses, me sentía preparada para todo. Nuestro proyecto se definía y, tras descartar destinos exóticos y larguísimos vuelos, se parecía más a un Interrail, a una aventura por Europa que nos haría pasar por Eslovaquia, Polonia, Austria y Hungría. Quedaban apenas semanas, las negociaciones por elegir hoteles, actividades o transportes habían sido arduas y de manera inesperada, llegó la gran noticia: “Tengo un amigo que, aunque ha cambiado varias veces de opinión, me confirma que quiere venir, ¿qué te parece?”.
Recuerdo haber accedido sin mucha dificultad y recuerdo la cara de mi madre cuando se lo dije. Debía de haber supuesto que, si le parece de alto riesgo viajar en Blablacar con un extraño, viajar con dos hombres, uno de ellos desconocido, por Europa durante once días, no le iba a parecer mejor. Pero ya no estaba yo en edad de debatir según qué cosas. Por otro lado, yo alternaba la ilusión con el nerviosismo, al fin y al cabo, yo también tenía miedo de que saliese mal. Recuerdo con una sonrisa que mi compañero me propuso conocerlo con anterioridad, una noche que estarían de cañas en mi ciudad. Por supuesto, dije que no. No quería arriesgarme a odiarlo a primera vista, a cogerle una manía que me obligase a renunciar a un viaje que me ilusionaba tanto. Y así fue, no lo conocí ese día.
La noche que comenzó esta aventura, yo llevaba una mochila enorme, estaba de los nervios y no podía dormir. Madrugué para coger ese avión y me arrastré a las cuatro de la mañana, con mi mochila, en dirección al piso de mi compañero, aunque habíamos quedado en el mío. Así nos vimos por primera vez el desconocido y yo, en medio de la calle, con unas pintas entre burro de carga y una niña que tiene una excursión y no ha podido pegar ojo. De él, sabía muchas cosas. Mi compañero me contaba que estaba superando una ruptura (nada reciente) y que podía resultar insistente en su deseo de compartir su dolor o buscar una nueva musa. También sabía que era indeciso, que había dudado mucho si unirse al viaje y que no había puesto mucho interés en aportar a la organización del mismo. Digamos, que no confiaba en que hubiese feeling.
En el aeropuerto, desperté a marchas forzadas y saqué mi lado más pícaro para demostrar que no tengo problema en meterme con quién haga falta, en reírme de todo y, aunque de manera sutil, mostrar esa mala hostia que habita en este cuerpo tan pequeño. El desconocido disfrutaba de la situación y parecía, desde lo alto de sus más de 1,90m, idear una estrategia para aguantarme el ritmo durante once días. De ese tiempo, tengo mucho que contar y poco espacio. Yo, aunque no lo he confesado todavía, viajaba con más carga que mi mochila. Yo tenía un pseudonovio, un ex “amigo con derecho a roce” que había vuelto a mi vida para hacerme creer que íbamos hacia algún sitio (aunque íbamos despacio).
Quizá eso provocó que mi mayor preocupación, sentimentalmente hablando, era no enfadarme por tener hambre, sueño, por el peso de la mochila, o las tres a la vez. Así, el desconocido ganó terreno con detalles tan sinceros como sencillos. Me preguntaba si necesitaba comer o si me apetecía parar a descansar, me ayudaba a cumplir los planes previstos, forzando madrugones y evitando que fuese yo siempre la mala. Llevaba mejor mi carácter que buena parte de mis amigos, mucho mejor que mi compañero de viaje. En Cracovia, bajo un paraguas compartido, nos llamaron pareja por primera vez. No sé si fue la manera en la que nos cuidábamos, las conversaciones que parecían no terminar o, simplemente, que él nunca me quitaba ojo de encima. Fue, también en Cracovia, donde entró en mi habitación tras darnos las buenas noches, decidido pero sutil, pensando que yo podría ser cómplice silenciosa de aquel plan que, en su cabeza, parecía ser tan osado como eficaz. Aunque me susurró para llamar mi atención y buscar mi aprobación, no la obtuvo. Me hice la dormida aquel día y, cuando tropezó de vuelta a su habitación, me permití sonreír pensando en que aquello hubiese sido un buen plan, sin cargas, en otro momento o en otro lugar. Tal vez en el mismo, pero libres, para ser solo él y yo.
Las anécdotas se cuentan a miles y permitidme que me quede con aquel día en un tren polaco, cuando el cansancio y el espacio provocaron que acabase cayendo dormida entre esos brazos tan enormes. Tenía que haber sospechado que terminaría por acostumbrarme a ese regazo.
Desvelo, en pocas palabras, que en ese viaje no pasó nada entre nosotros, al menos, nada romántico. Fueron once días de conocernos, de mimarnos, de cuidarnos. Meses después de aquello, el recuerdo de esa historia iba y venía y, ya totalmente libre de cargas, me aventuré a proponerle una cita. Hace, de aquello, cuatro años de amor, un perro adoptado y un proyecto de hogar. Gracias, verano.