Comenzaré contándoos que es mi primer San Valentín con pareja desde hace ya innumerables San Solterín a mis espaldas.

Y como treintañera enamorada e ilusionada cual quinceañera decidí preparar un San Valentín digno de una película protagonizada por Sandra Bullock (no la de la ex-alcohólica sino una de esas de amor estratosférico, por supuesto).

Comencé mi plan trazado estratégicamente con una idea en mente: celebrarlo una semana antes de lo previsto, y os preguntaréis, ¿Y eso?

Me dije, puedo ser todo lo romántica que desee sin tener que escuchar que ese día es un día de consumismo. No sé vosotras, pero yo consumo por mí y por todas mis compañeras sin discriminar festivo alguno.

Pues bien, mi plan consistía en una proyección de cine, una noche en un hotel con su correspondiente desayuno y un spa.

Mi planazo no comenzó como esperaba.

Decidí sorprender a mi novio con un ramo. Pero no un ramo cualquiera. Un ramo lleno de quesos, pan, cervezas, salchichón y fresas cubiertas de chocolate (no vaya yo a perder yo el pin de gorda VIP).

Ese maldito ramo pesaba más que yo. Me las vi y me las deseé para empaquetarlo de un modo medio decente. Por no decir que gasté tanto papel que tienen una foto de mi cara en Greenpeace pegada, como persona non grata tras la deforestación de media selva amazónica.

Como imaginaréis en mi pequeña maleta no entraba el dichoso ramo y mi novio solo llevaba una pequeña mochila.

¿Qué significa esto? Tuvimos que entrar en el hotel con media charcutería en brazos. Me gusta pensar que acunar 3 kilos de quesos de distinta procedencia entre mis brazos da sentido a mi vida de treintañera sin hijos.

Raudamente nos dirigimos a ver una proyección de cine y, para no variar, no me informé bien. Una peli en versión original, un dramazo.

La noche acabó mejor para unos que para otros. Mi novio me comió más que decentemente el postre esa noche, de acompañamiento un gran orgasmo y a dormir.

El domingo no pudo comenzar mejor con un desayuno buffet libre. Nuestro plan iba llegando a su fin, no sin antes disfrutar del SPA como buena sirena. Demasiada gente para mi gusto pero por suerte poco a poco fue bajando la afluencia y quedamos cuatro gatos en esa gran piscina llena de chorros.

Y ahí lo vi, en una esquina, solo, esperando a que alguien diese sentido a su vida.

Y esa era yo, estábamos hechos el uno para la otra, y no iba a permitir que una nimiedad como estar junto a mi novio truncase nuestro destino.

Me puse a su lado, primero tímidamente y poco a poco fui venciendo la vergüenza y nuestros cuerpos se unieron.

No era tímido, sabía dónde tocar y, sobre todo, como hacerlo.

Nunca una primera cita sin cama de por medio había sido tan intensa y así llegaron, uno, dos y hasta tres de los mejores orgasmos acuáticos de mi vida.

Mi novio lejos de estar celoso estaba encantado viéndome disfrutar entre otras aguas, y es que amigas, ese día descubrí que ese chorro de la esquina es el mejor amigo de una buena sirena.


Vane.