El efecto Pigmalión hace referencia a cómo las expectativas acaban influyendo en nuestra realidad. Tiene una importante base neurocientífica, y puede conllevar unas consecuencias muy positivas para nuestra vida. Sin ser yo experta en esto, simplemente me gusta aprender, me imagino que de esta base parten las manifestaciones o afirmaciones positivas que ahora están tan de moda. Confiar en que las cosas saldrán bien, confiar en nosotros y en los demás, afecta directamente al resultado. Por supuesto que no basta solamente con manifestar y confiar, lo principal son los actos. Pero sí es cierto que, tal y como empezó a investigar el psicólogo Robert Rosenthal, las creencias que tenemos sobre los demás o nosotros mismos son un gran impulso: para bien o para mal.

Este condicionamiento es muy usado en el ámbito de la educación, ya que se ha demostrado que si los alumnos sienten que alguien confía en ellos, se activan partes del cerebro que liberan oxitocina y aumenta el rendimiento. También si, por ejemplo los profesores, reciben información negativa sobre las capacidades de los alumnos, la tendencia, según estos estudios, es a invertir menos tiempo y esfuerzo en la enseñanza. Esto desemboca inevitablemente en peores resultados, tal y como el profesor esperaba, por eso a este efecto también se le conoce como la profecía autocumplida. 

De ahí viene la importancia que le damos ahora a evitar las etiquetas a toda costa, y debe tenerse en cuenta en todos los ámbitos, no solamente en las escuelas. En el mundo laboral o en las relaciones personales influyen considerablemente, y por supuesto también en casa y en nuestra labor como padres y madres. 

No es nada fácil, porque hemos crecido acostumbrados a catalogar a los niños y niñas desde el primer minuto de vida. “¿Y es bueno?”, preguntan nada más nacer. Después, conforme van creciendo, seguimos con frases del tipo: “es un bicho, no para quieto”, “es un mal comedor”, “¡pero qué tímido eres!”, “a ella es que se le da fatal dibujar”…  Evidentemente cada uno somos como somos, tenemos nuestras cualidades y otras cosas menos buenas o mejorables, por supuesto. Pero no llegamos a ser conscientes de cómo influyen estos mensajes repetidos a diario en el desarrollo de un niño. Y no solamente con afirmaciones negativas, también podemos repetirnos demasiado en mensajes positivos (¡es buenísimo, siempre está dispuesto a ayudar a los demás!) que los limiten a ceñirse a ese papel, provocando un gran temor a equivocarse.

Como todos, yo también crecí con la gran influencia de esos mensajes. Resulta que yo, entre otras cosas, no servía para el deporte. No se me daba bien, y mis padres lo dejaban claro en cada conversación y cada vez que intentaba aprender algo nuevo (no dudo de que con toda su buena intención). “Cariño, es que tú eres torpe para estas cosas”, y dejé de intentarlo, y me creí que el deporte en general y yo no estábamos hechos el uno para el otro, y acabé odiándolo. Igual que tampoco bailaba bien, todo tenía que ver con mi falta de ritmo, coordinación y arte. Así que me superaba la vergüenza cada vez que se presentaba la oportunidad de bailar, y por supuesto entonces mal (¡no se puede bailar bien cohibida!). O directamente no bailaba: las discotecas no eran lugar para mí. 

También era para ellos la rancia, la despegada, la cero cariñosa. Así que dejé de abrazar, besar o decir “te quiero” las pocas veces que me apetecía. Incluso no fui capaz de decirle lo mucho que la quería a mi tía cuando se estaba muriendo, por miedo a que pensara que me estaba despidiendo de ella, porque yo nunca decía esas cosas. 

Mi cuerpo igualmente era diana de etiquetas “bienintencionadas”, quizás por eso empecé con las dietas con 14 años, sin necesitarlo por supuesto. Además, hiciese lo que hiciese, nunca iba a tener un buen culo. Cada vez que me probaba un pantalón nuevo, o me ajustaban un vestido y me miraba el trasero: “hija, tú es que no tienes culo, asúmelo”. Así que cuando empecé a acostarme con chicos, no les dejaba que me lo mirasen, me lo tapaba con las manos si estaba desnuda. 

Y respecto a las parejas, también repetían constantemente eso de: “de verdad, que no te va a aguantar nadie”, “nadie te va a querer como sigas así”, o incluso teniendo ya novio le decían a él “eres un bendito por aguantarla”. Para sorpresa de nadie, desarrollé un apego bastante ansioso, tanto en las relaciones románticas como en las de amistad y, he aquí de nuevo el efecto de la profecía autocumplida, todo el mundo me acababa abandonando. Y tampoco les culpaba, ya que era lo que se esperaba de mí, que nadie me aguantara. 

Salí de mi casa, crecí, me seguí desarrollando, encontré una psicóloga que supo acompañarme en todo esto y abrí los ojos. Empecé a ser consciente del daño que todas estas etiquetas habían hecho en mí y, muy poco a poco, estoy consiguiendo cambiarlas. Resulta que ahora practico deporte, el que me gusta y el que puedo potenciar, y no se me da mal. También soy la reina de la pista en las discotecas, lo doy absolutamente todo bailando. ¡Disfruto mucho! No sería bailarina nunca, porque sí es verdad que me falta ritmo y coordinación, pero eso no debería darme vergüenza ni ser un impedimento para poder divertirme. 

He descubierto que sí que soy cariñosa, con las personas que me apetece y en los momentos que me apetece. Si me encuentro a gusto, hasta puedo ser empalagosa. Y estoy aprendiendo a no tener miedo por decir te quiero o por pedir abrazos. Además, mi culo se ha convertido en una de las partes de mi cuerpo que más me gusta. ¡Sí que tengo culo y es precioso! Me encanta y lo luzco donde sea. 

Lo que más me está costando es aceptar que merezco ser querida y no solamente “aguantable”. Conseguí salir de una relación de muchos años con una persona que no me valoraba, que no me miraba con amor, y que dejó de disfrutar de la vida conmigo, simplemente me soportaba. Creo que esta es la parte más dura, todavía tengo demasiado presente para todo eso la creencia de que nadie me aguanta, pero sé que estoy en el buen camino. 

Ahora es algo que tengo muy en cuenta con mis hijos, aunque me equivoco más de lo que me gustaría. Procuro no tener expectativas marcadas con ellos, aprecio sus personalidades, pero no les encasillo para que puedan formarse con total libertad, evito las sentencias con etiquetas, confío en ellos e intento transmitirles todas sus posibilidades. Es muy difícil, pero espero (aquí sí nos viene bien lo del efecto Pigmalión) que su autoestima y su desarrollo no resulten tan condicionados como los tuve yo.

 

AROH