Cómo conocí a tu padre. La historia que no  pienso contar a mi hijo 

Y no se la pienso contar porque, por aquel tiempo, yo era una chiquilla con  muchas ganas de todo y me temo que el fruto de mis entrañas no está  preparado para conocer la historia real de como su padre y yo nos conocimos.  Aunque pensándolo bien, no pienso contarle la verdad ni en mi lecho de  muerte, porque no es que fuera algo terrible, pero no quiero yo escandalizarle  sin motivo alguno y que sea lo último que recuerde de su, no tan santa, madre. 

Mi pequeño está entrando en la preadolescencia y empieza a interesarse  por nuestras vidas y nosotros, que somos muy modernos, no reparamos en  detalles cuando le hablamos de las broncas con sus tíos, de los pequeños robos  en el kiosco del barrio o de nuestros primeros trabajos, pero lo que es contarle  las juergas y follisqueos, juntos y por separado, pues va a ser que no. 

Así que la versión oficial de cómo nos conocimos es que sucedió en casa de  una amiga común y que después empezamos a quedar muy de vez en cuando, porque papi vivía en otra ciudad, hasta que al final nos hicimos novios… 

Y nada de eso es mentira, solamente le falta algún detallito que otro que  no creo yo que sea necesario sacar a la luz, ni ahora ni nunca. 

No sé qué os parecerá a vosotras, pero yo creo que mi nene no debería saber  que… 

Uno: su mami amorosa fue a casa de esa amiga esa tarde en concreto  porque dicha amiga la mandó un mensajito breve y muy clarito; “ha venido  una polla nueva a casa”. 

Dos: que tardé menos de siete minutos en cruzar la ciudad y plantarme allí  con una botella de ron, fingiendo no saber que tenía visita en casa. 

Tres: que la parrusilla me bailaba por soleares desde el mismo momento  que entré en el salón y le planté dos besos al dueño de la polla nueva, o sea,  su papi.

Cuatro: que pasamos los primeros veinte minutos con la típica conversación  de a qué nos dedicábamos nosotras cuando no estábamos en la facultad y a  que se dedicaba él después de currar, pero que lo que de verdad estábamos  pensando su padre y yo era en las posturas maravillosas que íbamos a  practicar juntos. 

Cinco: que, tras ese primer momento, las otras dos compañeras de mi amiga  y dos litros de calimocho se unieron a nosotros para empezar el juego del duro  (un duro eran cinco pesetas y aunque de esas ya usábamos euros, seguíamos  diciendo “jugar al duro”). 

Seis: que en menos de hora y media nos fundimos el calimocho, el ron y  todos los culos de botella que habían sobrevivido a la última juerga, y que la  mami ya se había revolcado por el suelo haciendo la carretilla con el papi,  para risas de las demás, y ya estaba sin sujetador y sin vergüenza. 

Siete: que por sorteo amañado me tocó acompañar al chico a comprar más  alcohol y entre los nervios, el calentón y que era rematadamente pésima  metiendo el duro en el vaso, pero una crack bebiendo hasta del de la de al  lado, no paraba de decir tonterías como “tengo los pezones como escarpias”,  frase mítica que tenía que haber grabado en las alianzas de boda, ahora que  lo pienso… 

Ocho: que, de vuelta en el piso, con bebida y comida, ya no nos separamos  el uno del otro en toda la noche y que terminamos en la cocina, a las tres de  la mañana, con una de las compañeras de mi amiga, hablando, mirándonos y  deseando que se fuera la chiquilla a la cama para encerrarnos en el salón y  entregarnos a la pasión en ese precario sofá cama. 

Nueve: que me empezó a pasar factura el exceso y me fui dando tumbos al  salón, pensando que estaba todo el pescao vendido y que igual era con la otra  con la que quería fiesta. 

Diez: que a los diez minutos aparecieron los dos en el salón, se desnudaron,  me desnudaron y nos marcamos tan tremendo trío que a la mañana siguiente nos daba hasta vergüenza mirar a la cara a mi amiga y a la otra compañera  de piso. 

Así que no, no pienso contarle jamás a mi hijo como conocí a su padre, eso  se lo dejo a Ted Mosby.

 

Maragla