Estuve casada durante los suficientes años como para tirarme bastantes deseando divorciarme, pero nunca lo hacía porque no sabía por dónde empezar. Organizar un divorcio no es organizar una boda, aunque debería haber especialistas que te ayudaran a hacerlo de manera sencilla, cómoda, poco traumática, y, sobre todo, efectiva.

En mi caso concreto lo tenía bastante fácil, y era algo tan simple como ir un par de veces a firmar ante un abogado y esperar a la sentencia del juez, vamos, pan comido. Pero dependía económicamente de mi ex marido, me sentía en deuda con él por haberme ayudado durante los años de la crisis laboral y económica por la que yo había pasado durante la mayor parte de nuestro matrimonio, y, sobre todo, me sentía culpable.

Desde el momento en que decidí que quería divorciarme, lo primero que tuve claro fue que tenía que tener independencia económica. No iba a pedirle una pensión compensatoria y debía ahorrar antes de irme del domicilio conyugal. Lamentablemente, estaba bastante desfasada a nivel académico y profesional, me había dormido bastante en los laureles en esos temas y vivía en una zona de confort. 

Así que lo primero de todo fue ponerme las pilas y hacer una selección de cursos cortos y baratos que me pusieran de nuevo en el candelero laboral, mientras buscaba un trabajo aunque fuera de media jornada pero que me proporcionara la suficiente solvencia para ir dándome ánimos.

Al mismo tiempo, otra cosa que hice  fue ponerme lo más estupenda que mi exigente yo interior fuera capaz de aceptar. Un entrenador personal era carísimo y las clases online no estaban tan en auge antes de la pandemia, así que mi opción fue tirar mano de curiosidad en YouTube, y sentido común para no enfermar o lesionarme por estar haciendo dieta y entrenándome a mi misma sin supervisión. Unos pocos cambios en mis hábitos alimenticios y una hora diaria de ejercicio de esos de intervalos, una vez que hube entendido cómo funciona lo del entrenamiento funcional, y en cuestión de pocos meses logré volver a meterme en los vaqueros de años atrás.

Una de las cosas que más me estresaban era pensar en dónde iba a meter toda mi ropa, zapatos, bolsos, libros, electrodomésticos de diseño, y dos o tres muebles antiguos que había comprado en mercadillos de segunda mano y que, por descontado, se vendrían conmigo el día que me fuera. Así que fui cribando ropa que ya nunca me pondría, la de tallas más grandes porque había adelgazado bastante, los tacones que jamás volvería a calzarme, y los bolsos de imitación de marcas caras que ya no iban con mi forma de ser. Varias cajas de todo eso se fueron a ONGs y me quedé con lo que llamaríamos un fondo de armario digno y resolutivo con prendas atemporales y ponibles prácticamente en cualquier época del año.

La solución final me la dio un capítulo de “Big little lies”, cuando la psicóloga le recomienda al personaje de Nicole Kidman (spoiler) buscar un lugar donde ir con sus hijos y amueblarlo, llenar la nevera, etc., para que ella se sienta segura y que tiene a dónde ir. En mi caso fue la casa de mi madre, con la que no convivía desde hacía décadas. Fui poco a poco llevando cosas, haciéndola a ella a la idea, y reorganizando mi antigua habitación para no llegar de repente y tenerla llena de cajas y con todo manga por hombro mientras no pudiera vivir por mi cuenta.

Y el día D, de divorcio, cuando le comuniqué a mi ex marido que lo nuestro se acababa definitivamente, a pesar de llorar lo que no está escrito, porque descubrí que es más doloroso dejar que ser dejado, me sentía tan fuerte, tan decidida y con la seguridad que me daba tenerlo todo tan organizado como el mismo día en que me casé con él.

No todo fue tan fácil a nivel emocional, lo reconozco, pero también sé que si no hubiera organizado mi divorcio como ahora organizo cualquier otro evento de mi vida, seguiría ahogada en un vaso de agua por no saber por dónde empezar.

 

Pandora