No sé cuándo considerarás tú normal introducir a una pareja en tu círculo de amistades. Quiero decir, en mi caso, por ejemplo, mis amigos suelen conocer a los chicos con los que salgo cuando tengo claro que no somos solo un rollo pasajero y empezamos a hacer cosas de pareja. No es necesario que nos hayamos prometido amor eterno ni puesto fecha de boda. Cuando siento que esa persona forma parte de mi vida, empiezo a mezclar la esfera en la que nos manejamos juntos con la esfera que comparto con mis amigos. La esfera familiar suelo reservarla para un poco más adelante, pero los amigos… si alguien me importa quiero que mis amigos le conozcan.

Por eso me llamaba la atención que el chico del que vengo a hablar no pareciera tener la menor intención de presentarme a los suyos. Llevábamos más de seis meses juntos y ni la más mínima mención a un posible encuentro con sus colegas. No porque no los tuviera, me hablaba de ellos. Conocía los nombres de los más cercanos. Sabía quién tenía novia, quién no, a qué se dedicaban… esas cosas. Pero no los conocía en persona, básicamente porque ni me los presentaba ni coincidíamos nunca con ellos en ninguna parte.

A mí el tema me tocaba la moral. Empecé a pensar que se avergonzaba de mí. O que en realidad estaba casado y llevaba una doble vida en la que yo era la amante bandida o algo. Así que, bueno, me puse un poco tóxica, la verdad. Le pregunté, le presioné y me puse farruca. Al punto de que o cedía o me mandaba a tomar viento cubano.

Para mi sorpresa, lo que hizo fue explicarme por qué no quería que conociera a sus amigos: porque no quería que pensara que él era como ellos. O sea, de quien se avergonzaba era de sus colegas. Y yo pensando: tampoco será para tanto. Pues lo era.

Comprendí sus miedos antes de que nos sirvieran la segunda ronda de cervezas. Menuda panda de machirulos, misóginos, maleducados e impresentables. La cosa era mucho peor de lo que él me había avisado, por Dios. Tuve la fortuna de conocer solo a cuatro, pero no me quedaron ganas de más. Porque esa tarde en la que nos presentó, entre unas cosas y otras descubrí que teníamos un conocido común. Lo típico, el amigo de una amiga. Y esa amiga corroboró mi primera impresión y añadió algunos datos de interés. Como que además de todo lo anterior, eran una panda de degenerados a los que se les activaba el wifi cuando pasaban por delante de todos los prostíbulos de la zona. Posiblemente también de los alrededores.

Eso era lo que más le preocupaba al que entonces consideraba mi novio. Temía que me enterase de la fama de su cuadrilla y que pensara que era como ellos, pobrecillo. Me la coló durante dos meses más, porque, spoiler, sí que lo era. Debajo del disfraz (muy logrado, todo hay que decirlo), era igual de machirulo e impresentable. Y compartía todas y cada una de las aficiones de sus coleguitas, prostíbulos incluidos. Nunca lo admitió, pero es bien cierto que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo y la mierda saltó con tan solo tirar de un par de hilos.

Ojalá me hubiera encabezonado en lo de que me presentara a sus amigos mucho antes. Me hubiera ahorrado meses de perder el tiempo con alguien cuyos valores dejaban tanto que desear.

 

Anónimo

 

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