Hace apenas unos días leía en vuestro blog una entrada en la que una Loversizer contaba cómo había decidido romper con su pareja después de veinte años de relación. Me emocionó tremendamente la madurez con la que trataba el tema, su forma de dejar constancia de que aunque seguía sintiendo mucho cariño por su chico había sabido distinguir y que aquello ya no era amor. Le honra ya que, os aseguro, no es tarea fácil.

Me casé con mi marido hará ahora diez años. Éramos jóvenes, mucho, cuando decidimos pasar por el altar y casi todos nuestros amigos alucinaron cuando les dimos la gran noticia. Estábamos recién licenciados, como quien dice empezando nuestras carreras laborales, pero también teníamos claro que tras cuatro años de noviazgo queríamos encarrilar una vida juntos comenzando por un gran bodorrio.

A nuestros padres les había encantado la idea. Como toda familia tradicional, unos y otros celebraron nuestra decisión de firmar el matrimonio antes de irnos a vivir juntos. Recuerdo a mis amigas repitiéndome una y otra vez que tendríamos que convivir antes de dar un paso tan serio. Pero nosotros, el que era mi novio y yo, estábamos tan seguros de que estábamos hechos el uno para el otro, que todo nos sonaba a consejos vacíos.

Llegó el día y fuimos felices a más no poder. Recuerdo mi boda como la jornada más feliz de mi vida, nada falló, fue todo precioso y divertido y familiar pero también una locura. Fue nuestra boda, nuestro momento.

Después de casarnos creo que la realidad nos escupió un poco en la cara. No porque las cosas fuesen mal, pero pasamos de vivir en casa de nuestros padres y apenas tener obligaciones, a mantener un hogar y una familia entre los dos. Entonces nacieron discusiones que jamás se nos habrían ni pasado por la cabeza, les hicimos frente y nuestra relación pareció consolidarse muchísimo más. ¿El problema? Que mientras de un lado lo nuestro se endurecía, del otro se desgastaba poco a poco.

Yo quedaba con mis amigas, ellas casi todas solteras, siempre contaban sus aventuras con unos y con otros. Había momentos en los que envidiaban mi situación marital, pero otros muchos se jactaban de lo genial que era esa libertad para ir de flor en flor que yo ya no tenía. Sí, era feliz y amaba a mi marido, pero en el fondo muy muy fondo guardaba esa espina que de vez en cuando me decía ‘¿lo escuchas? Todo esto te lo has perdido, colega‘.

Y con el paso de los años la presión familiar nos exigía cada vez más que trajésemos una criatura al mundo. En nuestros planes teníamos apuntado lo de ser padres, pero era como ese tema tabú que está ahí pero no se toca. Aquello parecía haberse convertido en una especie de juego de ordenador en el que habíamos superado el primer nivel (la boda) y en el que ya nos tocaba atajar un segundo grado (un hijo). Cuesta asumirlo, la verdad, pero mi embarazo, ese que llegó un buen día como por sorpresa, fue prácticamente fruto de la presión social.

Aunque es verdad, al ver por primera vez la cara de nuestra pequeña, se nos olvidó cualquier presión o cualquier motivo por el que ser padres. Desde aquel instante nuestra vida se centró por entero en ella. Literalmente, cada vez que lo pienso estoy más y más segura, ambos pusimos tanto el foco en criar a nuestra hija, que nos olvidamos por completo de nosotros, de lo nuestro, y de nuestra relación.

Llevábamos entonces seis años casados. Todo a nuestro alrededor parecía tomar un camino bien distinto al nuestro. Sus amigos todavía salían cada fin de semana para pasar los domingos lidiando con la resaca; mis amigas se centraban en sus trabajos y alguna empezaba a valorar eso de casarse como un plan a medio plazo. Y mientras tanto nosotros, solo queríamos encontrar el día en el que nuestra realidad no consistiera únicamente en trabajar y cuidar de nuestro bebé.

A nadie parecía importarle que estuviésemos desaparecidos del calendario. Cualquier quedada de gente joven era como ese caramelito que querías saborear pero que no podías permitirte. Nuestros padres aceptaban cuidar de su nieta de vez en cuando, pero al final, en medio de las conversaciones de nuestros amigos los dos nos sentíamos totalmente fuera de tono.

Dejé de cuidarme, de intentar verme guapa o de sentirme bien conmigo misma. La ansiedad se apoderó de buena parte de mí y cubría mis carencias emocionales con atracones de comida en plena madrugada. Pensaba en cómo habría sido mi vida si no estuviese casada, si a mi lado no durmiese ese hombre que ahora me producía más enfados que sonrisas. Dejé de ser esa chica risueña que todos conocían, vivía estresada por la rutina y completamente agotada por todo.

Muchas veces, en el silencio de la noche, lo pensaba. ¿Qué pasaría si decidía divorciarme? ¿Sobreviviría a una vida siendo esa mujer soltera que tanto anhelaba? Pero entonces miraba a mi hija y al que era mi marido y solo quería llorar. Ellos no tenían la culpa de nada, yo era la única responsable de ser una egoísta que quería recuperar su tiempo perdido. Egoísta, eso es lo que era. Y dormía esperando que al día siguiente la conciencia me permitiese seguir adelante.

Aquella tarde dos de nuestros mejores amigos se habían dado el sí quiero. Habíamos acudido a la boda felices y risueños para celebrar su amor. Muchos se nos acercaban dejando caer la repetida coletilla ‘ay, si es que vosotros sois ya unos veteranos del matrimonio‘. Sí, estaban en lo cierto, pero aquellas palabras eran como jarras de agua helada cayendo por nuestras espaldas.

Tras la cena mi amiga, la novia, tomó el micrófono para leer a todos los invitados unas palabras de agradecimiento. Entre todos sus recuerdos, sus momentos especiales en la vida, subrayó lo mucho que me quería y me daba las gracias por haber estado ahí a pesar de todas las responsabilidades a las que debía hacer frente cada día. Mis lágrimas saltaron al exterior con fuerza y no podía dejar de darle vueltas a que hasta mi mejor amiga era consciente de que llevaba años haciendo malabares con mi vida.

Sentí pena por mí, por todos ellos, por mi marido y por mi hija. Lo que yo estaba haciendo no era vivir sino pasar días, semanas, meses y años, superando las horas de la mejor manera posible. Aquello terminaría por consumirme, no era justo para mí ni para nadie.

El baile se abrió con un bonito tema de Michael Bublé. Los novios nos invitaron a todas las parejas a bailar junto a ellos. Mi marido me tomó de las manos y juntos empezamos a dar tumbos por la pista. Nunca olvidaré aquella conversación.

Sabes que te quiero ¿verdad?‘ le dije bien pegada a su cuerpo.

Claro que lo sé, hay cosas que no es necesario decirlas…

Tienes razón, pero por si acaso, ¿puedo decirte que aunque no lo creas voy a echarte muchísimo de menos?

Y yo a ti mucho más.

Seguimos bailando durante unos minutos, sin despegar nuestras mejillas. Mi corazón y toda esa ansiedad acumulada parecieron ralentizarse. Era como estar en paz después de una gran guerra interna.

Esa boda, esa fiesta del amor, unió a unos y nos separó a otros. Fuera como fuera, todos encontramos aquella noche lo que buscamos durante años: la felicidad.

 

Anónimo