Hoy es una de esas mañanas en las que, mientras me tomo un café, disfruto de la conversación que surge en mi cabeza. Soy una simple espectadora. Me debato entre ponerme en marcha o irme a la cama otra vez cuando de repente mi cabecita me sorprende con un titular que no soy capaz de ignorar: Conducir y el sexo se parecen más que las modelos del Zara. ¡Joder! ¡Y es que es verdad! 

Las dos son “cosas de mayores” y las esperamos con impaciencia. Sobre todo, en la adolescencia.

“Bua tío… Fulanito ya tiene el carnet. Yo solo he metido la primera un día en un descampado”.

Y te empiezas a interesar… a fijarte en todos los vehículos que te cruzas… a fantasear con cómo será tu primer coche… 

Entonces llega el momento. Es la hora de documentarse. Tú ya lo ves inminente y te empiezas a preparar en la teoría. La autoescuela sería como el Canal+ de mi época. Aprendes un montón de cosas que jamás llevarás a la práctica. Y lo más básico lo acabas aprendiendo tú solita cuando de verdad te pones manos a la obra. 

Y llegamos a la práctica. Qué emoción. Que ganas. Cuánto tiempo esperando. Ojalá pudieran verme mis amigas. Y… ¿Qué coño hago ahora? Efectivamente todo lo que habías aprendido no vale para nada. Si das el intermitente, le das al limpiaparabrisas. Si miras por el retrovisor, giras el volante. No sabes agarrar la palanca sin quitarle los ojos de encima. Vamos, lo que viene siendo que, si te agarran una teta, se olvidan de que te estaban besando. Y como todos los comienzos, vas a trompicones, se te cala el motor y no sabes muy bien cómo volver a la casilla de salida.

Y después de un calentamiento y de ir quitándole el miedo al asunto, llega el momento de la verdad: aparcar. Meter ese pedazo de coche en un hueco en el que no tienes muy claro que vaya a entrar sin hacer destrozos. Tomas referencias. Estudias la situación. Recuerdas los consejos de tu amiga la que lleva ya un tiempo con carnet. Y te pones en marcha. 

¡No! ¡Por ahí no! Esa es la parcela de al lado, tú tienes que meterlo en la otra. 

Recalculas… Sales… Vuelves a intentarlo… Sales… Metes solo el morro… Sales… Vuelves a probar… Y así vas entrando, girando y saliendo hasta que consigues aparcarlo. No sin esfuerzo ni sudores. No como habías imaginado. No va a ser así como lo contarás a tus amistades. Pero por fin has aparcado por primera vez. Torpe como ninguna, pero victoriosa. Con el tiempo acabaras aparcando hasta con los ojos cerrados, de frente o de espaldas. Serás de las que respeta los sitios o de las que te lo roba sin haberla visto venir. Pero lo que no cambiará será una cosa: cuanta más necesidad tengas de encontrar aparcamiento, menos sitios habrá.

Sí señoras. Conducir se parece más a follar de lo que podríamos haber imaginado en la vida. Por todo lo anterior y porque en ninguna de las dos situaciones está bien usar el móvil. Hay quien necesita estar escuchando música. Protegerse, ya sea con cinturón o condón, es lo primero que se debe hacer. Los tíos siempre serán más fanfarrones que las mujeres (yo lo pongo a 240… yo llego siempre el primero… cuando quieras te llevo a donde sea… mi coche es el más potente…). En el caso de no saber muy bien por dónde andamos, siempre es mejor preguntar. Y una vez que tienes hijos, llegan las paradas inoportunas, las interrupciones por gritos y anhelas los viajes de antaño en los que podías conducir cuando y donde quisieras.

Y como todo en la vida, cada uno tiene sus gustos y preferencias. Ya seas de monovolumen, moto, furgoneta o deportivo. Te guste conducir solo o llevar un bus lleno de gente. Disfrutes la carretera a las 6 de la mañana o prefieras conducir a la luz de las farolas. Todo está bien y lo importante es: llegar al destino disfrutando del camino.

Marta Toledo