No voy a llorar.

Voy a ser capaz de contaros aquí lo que me pasa sin derramar una lágrima.

Buff… Venga, lo intento.

Na, estoy exagerando; ya lo lloré todo ayer, hoy solo estoy cabreada.

 

Os cuento lo que me pasa: que estoy hasta el coño de los tíos.

Pobres, no quiero generalizar, pero es que los que me han tocado a mí me han salido todos rana.

Me cago especialmente en los dos últimos, joder.

 

Es que no sé qué es lo que hago mal que conmigo nunca quieren compromiso y cuando me dejan se casan y tienen hijos.

¡Y ya van dos!

Al primero lo conocí el último año de universidad.

Fue mi primer gran amor, ese que crees que va a ser el definitivo.

Teníamos muchísimas cosas en común y un proyecto de vida similar que fue tomando forma gradualmente hasta que los caminos que queríamos tomar confluyeron en uno solo.

Hicimos los típicos planes: conseguir un trabajo estable, comprar un piso, casarnos, tener hijos y vivir felices y comer perdices.

Los empleos estables se quedaron en contratos por obra, la compra de vivienda en un quinto sin ascensor interior alquilado, y lo del matrimonio en ‘bueno, tranquila, cuando tengamos hijos vamos un día al registro civil ya si eso’. Y lo de los hijos en stand by hasta que ambos tuviésemos un contrato indefinido.

Mi único y verdadero amor, o eso creía yo, me dejó tres meses después de firmar mi primer contrato indefinido.

Por lo visto se había dado cuenta de que no se trataba de posponer hasta que llegaran tiempos mejores, es que no quería nada de aquello. Ni el piso en propiedad ni la boda ni los hijos.

Ni a mí, obviamente.

Me pasé seis meses pagando a duras penas el alquiler que antes compartíamos porque creía que en cualquier momento iba a volver.

Otros seis viendo en redes cómo vivía una segunda adolescencia.

Pero de pronto dejó de subir fotos estando de juerga día sí, día también, y, una tarde, me llamó.

En los vergonzosos tres segundos que tardé en contestar me dio tiempo a imaginar que me llamaba para quedar, que me preparaba una cita de ensueño y al final de esta me pedía perdón por lo que me había hecho pasar, me entregaba un pedazo de anillo que ni en los mejores sueños de Beyoncé en Single ladies y, para celebrar nuestra reconciliación, echábamos un polvo épico sin tomar precauciones con el que concebíamos a nuestro primogénito.

Ahora medio me río de lo pava que era, pero, imaginaos cómo me quedé cuando empezó a contarme que se había enamorado de una chica genial, que se iban a casar y que no quería que me enterara por otra persona.

Se iba a casar. Por la iglesia, amigas.

Menudo shock el mío, aunque nada comparable al que sufrí cuando una amiga en común me contó que iban a ser padres, tan solo unos meses después.

No pasa nada, no pasa nada.

Tardé un tiempo en superarlo, pero lo superé.

Logré recomponerme, hice mi vida, salí, entré, estuve con chicos y… me enamoré otra vez.

Me costó mucho soltarme y dejarme llevar porque no quería volver a sufrir, pero al final cedí y me adapté a él.

Porque me había dejado claro desde el principio que era un alma libre que se movía con el viento y que vivía aquí y ahora. No podía ni quería ofrecerme más.

A mí me llegaba porque, a pesar de mi renuncia, estábamos bien juntos y me hacía feliz.

Hasta que dejé de sentir que lo que teníamos compensaba lo que mi futuro con él no me iba a dar.

Algo dentro de mí hacía tic-tac tic-tac y con cada tic y cada tac yo era un poco más infeliz.

Él lo notaba y tomó la decisión por su cuenta.

Me quería, pero como no quería lo mismo que yo, y eso me hacía sufrir… me dejó.

 

Y lo puedo entender e incluso me parece muy loable.

Por lo que, de nuevo, me tocó superarlo y lo hice más rápido en esta ocasión. Estaba claro que no éramos el uno para el otro.

Sin embargo, aquí estoy en la mierda otra vez, porque ayer tuve uno de esos encuentros fortuitos mientras caminaba por el paseo marítimo de mi ciudad.

Iba distraída y casi me tropiezo con una chica embarazada como de once meses y medio.

No llegué a chocarme con ella porque el chico que caminaba a su lado hizo un quiebro y consiguió apartarla y protegerle la barrigota en un gesto tan instintivo como precioso.

A punto estuve de desmayarme allí mismo cuando, aun con mascarilla y gafas de sol, reconocí a mi ex.

Y va él y me pega un abrazo de lo más cordial y cariñoso, comenta que cuánto tiempo y me dice: Te presento a Carla, mi mujer.

Mátame camión.

Iba a darme la vuelta y marcharme sin mediar palabra, pero me aguanté porque me pudo la curiosidad.

Así que ahora sé que se casaron a los dos meses de conocerse, cágate lorito, y que el embarazo fue inesperado pero muy deseado.

En realidad, volví a casa con más información de la necesaria, jodida y cabreada, por qué no reconocerlo.

Esta noche he pensado que lo mismo debería sacar provecho de mis habilidades y ofrecer mis servicios por un módico precio.

‘¿Quieres un chico sin miedo al compromiso y con ganas de formar una familia? ¡Salgo con él un par de años y te lo dejo en su punto justo!’

Juraría que una vez vi una peli con un argumento parecido.

 

Anónimo

Envíanos tus historias a [email protected]

 

 

Imagen destacada de Andrea Piacquadio en Pexels