Abro Instagram y me encuentro ahí, en tu galería. En esa foto que se esconde bajo el filtro y en la cual sonreímos como si los secretos no nos estuvieran quemando por dentro.
El truco de todo esto está en sonreír como si fuera real, ni mucho ni poco. Lo necesario para evitar esa sonrisa triste que nos ha puesto el otoño y lo justo para que la sonrisa no sea forzada.
Ahí estamos, sonriendo, abrazándonos y cerrando los ojos para conseguir ese efecto de foto robada, para evitar confesar que un segundo antes de la foto estábamos discutiendo y que le hemos dado nosotros mismos al disparador automático.
No queríamos que ocurriera pero ocurrió. Nos juramos querernos toda la vida y lo cierto es que, al menos yo, lo sigo haciendo. Aunque nos odie por elegir este camino por el que nos hemos metido.
Pasamos de amigos a novios y nos dimos la vuelta antes de llegar al final. Ser pareja no era lo nuestro, nuestros cuerpos nunca terminaron de entenderse y comprendimos que había que volver a la casilla de salida antes de caer en la de la muerte. Que aquel juego se nos iba de las manos, que aquí no contamos con vidas extras y que mejor salvar la amistad que ir de puente en puente porque nos lleva la corriente.
Lo hicimos. Y lo conseguimos. O eso hicimos creer a la gente. O eso nos creímos nosotros.
Reforzamos nuestra amistad a base de fotos perfectas para contarle a todo el mundo que éramos los más mejores colegas, que el tiempo volaba cuando estábamos juntos y que siempre seríamos los mejores compañeros para corrernos una juerga. Nos presentamos a los diferentes ocupantes de nuestros colchones, a esos con los que visitamos los asientos traseros del coche mientras la tapicería aún tenía el olor del otro, nos mirábamos de reojo mientras compartíamos café y nunca hemos dejado de darnos patadas por debajo de la mesa.
Ser amigos en historias de 15 segundos o en imágenes fijas es mucho más fácil que serlo en la vida real. Aquí, a este lado de las pantallas, no lo hemos conseguido hacer.
Y mira que nos queremos, que nos hemos proclamado «best friends forever» como dice tu sobrina y que hemos (intentado) olvidar todos los besos que aquellas madrugadas compartimos pero que no, que no hay manera, que sonreír es mucho más fácil en las fotos.
Que yo no quiero que seamos amigos, quiero que nuestros cuerpos continúen encontrándose sin ropa aunque no se entiendan, quiero despertarme con esos arañazos frutos de tu torpeza y tener orgasmos que se mezclan con ataques de risas. Quiero enfadarme y que me aguantes cuando estoy repugnante, sacarte de quicio y que me odies un poco cuando te pongo todo patas arriba.
Quiero crear junto a ti una galería de fotos feas e imperfectas, donde no nos pongamos filtros aunque salgamos mal, donde nos mostremos sin pensar en el qué dirán, en los likes o en las explicaciones que tengamos que dar. Que no quiero que expliques nada que no sea a mi, que no necesitamos que nos entiendan y nos sigan, que sólo debemos saltar, arriesgarnos, seguir jugando una de esas partidas que no se acaban nunca.
Y pensar, que si vamos a la casilla de la muerte, nos veremos en otra vida pero no nos quedaremos con una a medias.