Hace unos meses que una amiga me pidió hacer la primera lectura de su boda religiosa. Accedí porque no me supone esfuerzo alguno, cuando otras muchas personas sí suelen mostrar reticencias y reparos. Ni siquiera me resulta forzado, teniendo en cuenta que soy cristiana y voy a misa con cierta regularidad. 

No era la primera vez que se me asignaba un papel mayor o menor en una ceremonia religiosa, pero siempre hay alguien que me suelta la frase estrella:

“¡Qué poco te pega!”

 Como sucede con los comentarios sobre el físico o sobre mi decisión de no seguir convencionalismos, he aprendido a que me sea indiferente que me la digan. Si alguien cree que algo “no me pega” es porque se ha creado expectativas sobre mí, mi estilo de vida, creencias, gustos o aficiones que no se corresponden con la realidad. Y yo bastante tengo con lidiar con lo mío, como para también hacerme cargo de lo que los demás suponen o esperan de mí. 

 

A los argumentos pueriles, estériles y acusatorios no respondo, o bien me los tomo a cachondeo y digo: “Pues mira, hija, soy así de ecléctica, ¿has visto? Le pego a todo”. Pero al intercambio enriquecedor de opiniones siempre me presto, y por eso comparto mi reflexión. 

  • Roja, feminista ¿y cristiana? Aquí hay algo que no cuadra

Soy consciente de la contradicción que supone prestarse a cualquier encendido debate sobre feminismo, y, a la vez, declararse cristiana y católica. Que la Iglesia ha tenido mucho que ver a la hora de construir y mantener la posición predominante del hombre, y la tradicional sumisión de la mujer, es un hecho. Se han quedado para la posteridad los textos de hombres religiosos que siguen plenamente vigentes. Eran los únicos historiadores hace siglos y, por cuestiones de celibato, tenían poco o nulo contacto con las mujeres. Y de esto puede hacer siglos, sí, pero es que los centenares de años parecen ser la unidad mínima de medida de una Iglesia que avanza muy muy lentamente. 

 

La Iglesia todavía arrastra el lastre de haber creado la dicotomía “santa o tentadora”, representada en las figuras de Eva y María, y somos las mujeres quienes las sufrimos. Se ha trasladado hasta la saciedad la idea de que existe una diferencia abismal entre ambas, de que una es mejor que otra y el modelo que debemos tener es el de la madre abnegada que ama incondicionalmente. Cuando hemos salido de ese binomio es para presentar a otro tipo de mujer: la pecadora, en la figura de María Magdalena, en este caso, redimida. 

cristiana

Este no es el espacio para diseccionar de manera exhaustiva la representación de la mujer en la religión cristiana, o en cualquier otra. Parto de que hay interpretaciones para todos los gustos, porque hay quien ve feminismo más allá de la misoginia. ¿No decidió María libremente tener a su hijo, pese a exponerse al rechazo de su marido y a las iras de una sociedad violenta que la hubiera condenado? 

 

Yo no voy a negar la parte oscura de mi religión, ni voy a dejar de condenarla. Va mucho más allá de la misognia, lamentablemente, y abarca atentados contra la infancia o el colectivo LGTBIQ+. Soy consciente de mis contradicciones y lidio con ellas con una fe crítica. Me gusta ir a misa por sentirme parte de la comunidad y porque hay de algo de conciliación y de sosiego en la celebración de un rito que permanece invariable. Por frívolo que suene, hay veces que he respondido así a quienes se empeñan en señalar mis contradicciones: “Hay gente que va a yoga o medita, y yo voy a misa”

 

A ello sumo lo esencial, y es que creo que el mensaje de amar al prójimo como a uno/a mismo/a es el más revolucionario que se ha dado en la historia. Es el que más me inspira, a mí y a todas las personas que son voluntarias en organizaciones católicas en las que practican la caridad (entendida desde un punto de vista cristiano, no de reparto de migajas). Pertenecer a una de estas desmontó mucho de mis prejuicios y me ayudó a comprender que la iglesia es muy amplia y heterogénea. 

  • Con la Iglesia hemos topado

Tener una fe crítica implica saber que hay cosas que deben cambiar, empezando por una revisión de los textos. El que iba a leer en aquella boda es, posiblemente, el que más se lee en este ritual: el de la primera carta del apóstol San Pablo a los corintios. Para las no muy duchas en la materia viene a decir que, sin amor, poco sentido tiene cualquier otra cosa. 

 

El texto es bonito, en mi opinión, pero el extracto final que se suele leer tiene su polémica. Dice:

“El amor no se deja llevar por la ira, sino que olvida las ofensas y perdona.

Nunca se alegra de algo injusto y siempre le agrada la verdad. 

El amor disculpa todo, todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta.

El amor nunca pasará”. 

Si la misoginia de la Iglesia no fuera manifiesta, tal vez hubiera hecho otra interpretación de ese penúltimo renglón. Pero, como su papel ha sido el que ha sido, yo entiendo que eso exhorta a cualquier persona, pero especialmente a las mujeres, a soportar lo indecible en nombre del amor. Así que quise proponer un cambio muy sutil, porque entiendo que el contexto es el que es: “El amor disculpa, cree, espera y soporta”. Nada del otro mundo, pero con este cambio, en mi opinión, ese “soporta” tenía una acepción más parecida a sostener y menos a tolerar el sufrimiento. 

 

¿Qué pasó? Pues que con la Iglesia hemos topado. Que el señor cura se negó en redondo, “que no y que no, que los textos sagrados son los textos sagrados y la palabra es la palabra”. No era el momento de hacerse la rebelde, porque el sacerdote ya había insistido en ceñirse a cuestiones como la más rigurosa puntualidad a fin de oficiar la misa. Y ahora, ante una negación tan vehemente, no podía hacer lo que me diera la gana si no quería correr el riesgo de que dejara a mis amigos plantados en el altar. Leí otro texto y esperaré a la próxima. 

 

Anónimo