Siempre he sabido que soy adoptada. Mis padres nunca me lo ocultaron y yo lo agradezco, no sé cómo sería enterarte siendo mayor, pero seguro que menos sencillo que viéndolo como natural desde el principio. Me adoptaron cuando tenía 2 añitos. Obviamente no recuerdo una vida sin mis padres, así que nunca tuve conflicto con eso. Mi madre siempre fue una persona feliz pero distante conmigo; me atendía y me cuidaba, pero no era demasiado cariñosa en casa. Me llamaba la atención que en público siempre me daba besos y abrazos que me resultaban exagerados, pero yo los disfrutaba mucho. Alguna vez, en invierno sobre todo porque salíamos menos, le preguntaba cuando podríamos ir al parque para que me diera un beso, ella se reía, pero seguía con sus tareas. Mi padre, sin embargo, era el hombre más cariñoso que he conocido. Siempre tenía una palabra bonita que decirme, alguna historia con la que entretenerme o un plan para disfrutar en familia. Él trabajaba desde casa casi siempre, así que podíamos pasar mucho tiempo juntos, y cada minuto que tenía libre era para mí y para mi madre. 

Ya cumplidos los 12, me levanté una mañana y vi a mi padre en el sofá tumbado, algo nada habitual en él, le pregunté si estaba bien y no me hizo falta respuesta, su gesto me decía claramente que se avecinaba el peor momento de mi vida. Grité desconsolada a mi madre que llamase al médico. Se lo llevaron en una ambulancia, falleció tres días más tarde. Hasta que fui adulta y lo pude consultar por mi cuenta no supe que siempre había tenido problemas de corazón y ese gesto que yo tenía grabado en mi memoria era el de un hombre teniendo un infarto. A pesar de que lo habían estabilizado en el hospital, otro infarto se llevaría a la persona que más he querido y más me quería en el mundo. 

Desde la muerte de mi padre, mi madre estuvo hundida. En el funeral me abrazaba y me decía que estábamos solas, que debíamos estar unidas. Una vez llegamos a casa, pasaron días hasta que volvió a hablarme para algo que no tuviese que ver con las rutinas, “a comer”, “a dormir”, “recoge la mesa”. Yo, cada noche lloraba sin parar hasta dormirme, no descansaba nada bien y, aunque los profesores tenían en cuenta mi pérdida, mis notas empezaron a caer en picado, y ahí empezó todo.

El primer boletín de notas que llevé con un suspenso fue el detonante, lo que destapó la caja de desprecios que mi madre llevaba años guardando para mí.Si tu obligación es aprobar y no lo haces, yo también puedo dejar de cumplir con las mías, a fin de cuentas, estoy bastante harta de tener que aguantar a una niña que ni siquiera es mía.” No me podía creer que me hubiera dicho algo así. Mi padre siempre contaba lo que habían peleado para tenerme, que mi madre había sufrido varios abortos y finalmente decidieron adoptar. Me decía que tenían mucha ilusión y yo siempre supe que la ilusión era de él solamente, pero no imaginaba que ella me despreciaría de esa manera.  El resto de mi adolescencia estuvo marcado por el odio y el rencor que recibí por parte de quien debía darme consuelo. 

Sin embargo, cada vez que venían algunos amigos a cenar a casa, cuando acudíamos a reuniones familiares (sobre todo con la familia de mi padre), se jactaba de lo altruista que había sido rescatar a un bebé de una vida solitaria, decía ver en mi el recuerdo de su amado esposo porque, a pesar de no compartir genes, nos queríamos tanto que yo era casi su viva imagen. Decía que gracias a mi no se había quedado del todo sola, y yo, que estaba tan falta de cariño, cerraba los ojos e imaginaba que sus palabras eran ciertas y disfrutaba cada abrazo como si fuera sincero. Sabía que al llegar a casa me esperaban largos monólogos de lo duro que era ser madre adoptiva, que a saber qué traumas traía yo escondidos por lo que habría presenciado siendo un bebé. 

Al cumplir la mayoría de edad, me busqué un trabajo por las tardes en una fábrica y me fui a vivir con una compañera en cuanto junté un poco de dinero. Por supuesto, en esta decisión si recibí apoyo, con tal de que me fuera de allí. En las siguientes comidas con la familia hablaba orgullosa que estaba de las ansias de volar de su hija, de lo que me ayudaba siempre que podía. Realmente su gran ayuda fue dejar de vernos progresivamente hasta terminar encontrándonos sólo si había más gente presente. Tardé muchos años y muchas sesiones de terapia en entender que nada de lo que había pasado era culpa mía, que no merecía el desprecio de mi madre y que ella, simplemente, era mala para mí. Sentí vergüenza por haber disfrutado de sus falsos halagos públicos, pero entendí que en aquel momento no tenía otras herramientas para afrontar la situación. Estaba sola, pero ahora no lo estoy, tengo amigos, una pareja y, lo más importante, a mi madre lejos de mí. 

 

Relato escrito por Luna Purple basado en una historia REAL.