Hace un año, cuando mi novia y yo terminamos, tuve que dejar el piso en el que vivíamos porque no podía pagarlo sola y porque estaba lleno de recuerdos.  Así, me vi en la desesperante situación de tener que buscar piso. Ni cuando trataba de conseguir un trabajo estaba tan estresada. Y hablando de trabajo, con mi sueldo precario no era nada fácil encontrar un piso que no tuviera un váter dentro de la ducha (no es coña), un “piso cardiosaludable” o, lo que es lo mismo, un séptimo sin ascensor y demás viviendas surrealistas que podrían estar en la cuenta de twitter (perdón, X) “El zulista”.

Fue en medio de ese desierto de ansiedad e indignación en el que encontré un oasis sin buscarlo: una amiga de una amiga, que según había oído venía de una familia con dinero, vivía sola y tenía una habitación extra en su piso. Me dijo que no hacía falta que le pagara, solo que la ayudara a cuidar a sus mascotas. En otras circunstancias no habría aceptado, pero en tiempos desesperados se toman medidas desesperadas.

Algo me olió mal (literalmente) antes de entrar en el piso. El rellano olía a tienda de animales. “No es para tanto” me quise engañar “habrá estado ocupada y no habrá podido limpiar hoy”. Cuando mi nueva compañera de piso me abrió la puerta descubrí porqué tenía una habitación libre y gratuita en pleno centro. Unos diez perros (no pude contarlos porque no paraban de moverse) me dieron la “bienvenida” sin parar de subirse y lamerme las manos. “Te irás acostumbrando” dijo ella, al ver mi cara de reparo. 

Murphy decía que si algo puede salir mal, saldrá mal. Después de esta experiencia diría que si algo puede empeorar, empeora. Pero por aquel entonces yo no sabía hasta qué punto. Lo que empezó con un Diógenes de perros acabó como la versión Premium de El Arca de Noé: maullidos ilimitados, más arañas en el techo que en una fiesta de Halloween y un loro, al que llamaba cariñosamente Coren, que no paraba de cantar canciones de Daddy Yankee que oía a través de la ventana, provenientes de la casa del vecino, cada vez que yo trataba de ventilar aquello. 

La guinda fue que mi compañera decidió instalar un terrario para geckos leopardo, una especie de lagartos gorditos que vivían hacinados y con los que he de decir que empaticé un poco, en mitad de mi escritorio porque “mujer, no te hace falta tanto espacio y ni te enterarás de que están”. El “ni te enterarás de que están” acabó con una lámpara térmica en mis narices día y noche, haciéndome pasar más calor que un oso polar en el Sáhara, cegándome e impidiéndome trabajar. Decidí que eso no se podía permitir más.

 

Ahora duermo, a mis 35 años, en un futón en el suelo en el piso de un grupo de estudiantes de Erasmus. Al menos he cambiado los maullidos y las letras misóginas de Coren por gemidos ocasionales y el olor a perro mojado y cajón de gatos por algún que otro plato de espaguetis en mal estado.

 

Gordillera