[Texto reescrito por una colaboradora a partir de un testimonio real]

 

Sé que te estoy dando la razón a ti, que lees esto pensando que las bodas son un negocio, o simples ganas de montarse el fiestorro padre y hacer el viajazo de la vida… a costa de los demás. Es posible que esos actos te parezcan muy rosas, muy ñoñas y muy trasnochados, cuando la estadística dice que más de la mitad de las parejas que se casan acabarán divorciadas. Y mi testimonio te va a dar la razón. No lo pretendo, solo quiero contarlo. Pero sé bien a qué me expongo.

Mi entonces novio y yo llevábamos varios años juntos, y, la mayor parte del tiempo, yo notaba que la relación funcionaba. Que teníamos nuestras diferencias, sí, como existen en cualquier pareja. Que discutíamos, pero también nos queríamos y teníamos un proyecto en común. Yo creía que sería suficiente, pero, si algo aprendí de todo aquello, es que no. Hace falta mucho más para que una relación funcione.

Campanas de boda

Él me pidió matrimonio al estilo tradicional, con el anillo de rigor. Todo muy romántico, con la clásica cena para dos, la pregunta de siempre y el llanto de después. Le dije que sí porque era incapaz de plantearme otra cosa en aquel momento. Llevábamos años de relación, pasábamos ampliamente los 30 años, teníamos estabilidad económica y deseos de formar una familia. Estaba todo, ¿no? ¿No es eso lo que lleva a las parejas a casarse? ¿Qué me podría llevar a decir que no? Ni siquiera lo pensé. Fue un “sí” rotundo.

El gran anuncio y el inicio de los planes de boda me encerraron en una burbujita rosa translúcida que apenas me dejaba ver nada más allá. Al principio yo estaba a lo mío, disfrutando del que yo creía que era nuestro gran momento, el mismo que ya habían pasado otras parejas de nuestro entorno antes.

Alguna pregunta intrusiva me sobrevino. En los momentos de lucidez, yo sabía que me iba a comprometer con alguien a largo plazo, y no ya por el “sí, quiero”, sino por todo lo de después. Y me preguntaba: “¿Estoy segura de que es él?”. Pero las dudas quedaban acalladas por las felicitaciones, las cientos de decisiones nimias que hay que tomar para organizar, la ilusión y la confianza en que mis dudas eran las normales de cualquier pareja en la fase previa al matrimonio. Seguía flotando alegremente en la burbuja. Porque ni siquiera las parejas que van bien y que lo tienen todo hiperclaro pueden saber si es para siempre o no, ¿cómo iba a dar marcha atrás por eso?

Sí, quiero”. Bueno, no. No quiero

Me pasó como cuando descubres goteras en casa, que yo me había limitado a poner cubos para no inundar la estancia, pero la estructura se fue dañando poco a poco hasta que se me calló el techo encima.

Fue antes de la boda. Nosotros nunca habíamos contado con demasiada complicidad, teníamos poco en común y no éramos especialmente cariñosos. Me fui dando cuenta de que nos limitábamos a proporcionarnos compañía. Nos sentíamos bien por contar con el otro, porque nos escuchábamos y apoyábamos, pero, fuera de eso, no cabía esperar nada más. Ni siquiera pasión.

No hubo grandes discusiones que me terminaran de sacar de la burbuja, pero, a veces, es aún peor cuando no pasa nada concreto. Quizás una pelea por estrés sí me hubiera animado a cancelarlo todo y no seguir adelante con algo que, ya a días de la boda, estaba convencida de que era una farsa.

Continué por presión social, por la culpa y por el cariño que le seguía teniendo a la otra persona, pero, a medida que se acercaba la boda, yo tenía más y más claro que no era él. Pídele a alguien que decida por ti entre dos opciones entre las que aparentemente no tenías preferencias. Mientras aguardas su respuesta, sabrás cuál querías en realidad. Algo así me pasó a mí.

Nos casamos y sí, fue un día precioso. Los malos pensamientos me asediaron antes y después, pero el día de la boda no. El día de la boda fue un respiro después de meses de estrés por la preparación y una oportunidad única de reunir a gente que quieres y te quiere en un entorno festivo. Y, sobre todo, una jornada con estímulos positivos suficientes como para no tener que pensar en otra cosa.

Pareja bailando en la boda

El viaje de predivorciados

Os podéis imaginar, en mis circunstancias, la tortura que fue el viaje de novios y la convivencia posterior. Ya no había nadie alrededor, como en los meses de preparación y en la boda. Ahora estábamos los dos solos, con nuestras diferencias y con mis dudas, que se veían acrecentadas con la idea de que me había comprometido para “siempre” (si “siempre” existe) con algo y alguien que no me aportaban plenitud.

Puede que yo ya estuviera en la rueda de hámster y que viera que, cualquier cosa que nos pasaba, venía a constatar lo que yo sentía. Cuando no nos poníamos de acuerdo en qué nos apetecía comer, cuando podíamos pasar horas sin tener un conversación mínimamente interesante, cuando nunca estábamos en sintonía sobre el momento de hacer el amor o, peor aún, cuando hablábamos sobre cuánto esperar para tener hijos/as o cómo ajustaríamos nuestras vidas profesionales a partir de ahí. Para mí, todo venía a confirmar que entre nosotros no había nada.

chica triste

Me hacía sentir peor el saber que, si no me separaba, era por el qué dirán. Si tardé más en hacerlo no fue intentar reconstruir o evitar romperle el corazón a alguien a quien había querido, sino por lo que dijeran de mí. Y eso era otra señal de que debía dejarlo cuanto antes.

Con la ayuda de personas de mi entorno que me entendieron y apoyaron, me atreví a dar el paso. Admití que me equivoqué y me perdoné por ello. No me podía permitir pagar durante años por un error, ni hacerle pagar a él tampoco. Cuando lo entiendes, y te priorizas, poco importan lo que digan los demás.