Amigas, la maternidad me quedó grande. Enorme. Soy madre de un niño y una niña de 7 y 9 años. Hasta ahí todo bien. Al principio costó: cuando mi hija mayor estaba dejando los pañales, llegaba un nuevo bebé para repetir el ciclo. En cualquier caso, fue un proceso llevadero con sus altos y bajos, pero asumible. El problema llegó con forma de embarazo múltiple. Con mis dos pequeños ya en el colegio y mi vida cogiendo un mínimo de estabilidad, mis dos gemelas vinieron a poner nuestro mundo patas a arriba.

El poder de las hormonas

¿Fue buscado o no? He de confesar que, en cierta manera, sí. Es decir, dejé de utilizar métodos anticonceptivos porque mi regla empezó a “hacer el tonto”: algo en mí sintió “lástima” por haber alcanzado la menopausia y me dio “pena” pensar en que ya no habría más bebés en casa. Quizá lo consideráis una tontería, pero me afectó mucho la posibilidad de haberme “caducado”. Dentro de mi revoltijo hormonal, así me consideraba: caducada como un yogurt en el fondo de la nevera.

Ración doble de ¿alegría?

Pues toma. No solo no estaba caducada, sino que fui capaz de engendrar a dos bebés más cerca de los 50 años que de los 40. Y fue un caos. Mi marido es autónomo y trabaja de lunes a domingo, de sol a sol. Es su negocio, nuestro sustento principal y, aunque su ausencia constante en el día a día tiene una repercusión importante en la vida familiar, comprendo que su postura es complicada. Con el nacimiento de las gemelas, mi hija mayor tenía 6 años y la convertí en mi principal aliada. No estoy orgullosa: hice crecer a mi primogénita antes de lo que le correspondía.

La vuelta al trabajo más difícil

Todo empeoró cuando me tocó volver al trabajo. Me ahogaba. Me faltaba el aire. Estaba agotada, pero tampoco podía descansar. Solo lloraba. Lloraba en el trabajo, lloraba en casa, lloraba en la calle. Siempre he apostado por un modelo de crianza respetuosa que me costaba horrores seguir. Me transformé en un ogro, gritón y enfadado.

En cuanto mi marido cruzaba el umbral de la puerta de casa, solo me nacía culparlo. Llegué a odiarlo. Los niños, el trabajo y la casa eran mi responsabilidad y yo no llegaba, mientras él solo se ocupaba de sus asuntos. Odio, rabia, dolor. Me planteé dejarlo, pero me dio miedo. ¿Qué hago yo sola con mis cuatro hijos? No tengo ayuda familiar, estoy sola. Él, en cambio, tiene una familia enorme que lo recibiría con los brazos abiertos; sobre todo mi suegra, con quien no mantengo buena relación y está esperando una crisis matrimonial para contaminar la mente de mis niños.

De “mala” a “peor” decisión

Entonces dejé el trabajo. Si mi marido solo quería trabajar, que trabajase por los dos. Y ha sido peor. A la situación que había, se ha sumado el desafío económico. Antes lloraba en el trabajo, en la calle; ahora, solo en casa. No me relaciono con adultos, limpio el baño cantando La Patrulla Canina. A veces, cuando aspiro el sofá de restos de galletas, me siento frustrada. Fue una persona afortunada al poder disfrutar de educación universitaria con experiencia laboral  en grandes multinacionales. Verme bañada en leche, apestando a ácido, haciendo deberes de matemáticas y un volcán para ciencias me supera, mientras tengo pendiente una pila de platos sin lavar y la cena por hacer, me hace sentir un auténtico fracaso.

A pesar de no trabajar fuera de casa, sigo sin llegar. Cada día mi luz está más apagada. Quizá me recomendáis ayuda profesional, no puedo permitírmelo. Ya pedí ayuda a la Seguridad Social, pero llevo año y medio en espera para una cita con salud mental; mientras tanto, mi doctora de cabecera solo me ofrece ansiolíticos y antidepresivos que no ayudan en absoluto.

Adoro a mis hijos, pero me echo de menos.

 

Anónimo

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