A punto de cumplir mis 20 años fui una de esas chicas que empieza su año de Erasmus con ilusión y nervios ante la gran incertidumbre. Me fui sola, sin ninguna compañera de clase ni amiga de otras carreras. Cogí el avión con destino Florencia y después de varios incidentes por fin llegué a mi piso. Solo estaba una de mis compañeras, que enseguida se encerró en su cuarto. Mi habitación era el antiguo salón, por lo que era muy espacioso (parte buena) pero limitaba el sitio de socializar a la mesa de la cocina. Había hecho un curso express de italiano, que resultó no ser tan parecido al español como todos pensamos, y me encontré con las dificultades de no poder comunicarme como necesitaba. Durante las dos primeras semanas exploré la ciudad, una de esas veces acompañada de mi compañera de piso, pero no terminamos de encajar. Cuando llegábamos a casa, cada una se metía en su cuarto. Entre semana ella se tiraba casi todo el día fuera y los findes se volvía a su casa, así que prácticamente tenía el piso para mí. La verdad es que fue un alivio porque siendo más bien introvertida y no encajando con su personalidad prefería estar sola. La otra compañera solo tenía la habitación porque era un requisito para poder recibir una beca, así que la vi un par de veces en todo el año. 

Cuando empezó el curso la cosa no mejoró. No había ningún español en mi clase. Era el tercer curso y todos habían formado su grupo de amigos. Solo llevaba un mes allí y se me estaba haciendo eterno. ¿Dónde estaban las fiestas de los erasmus? ¿Los líos con un tío diferente por semana? ¿Y los españoles? Pensaba que esto iba de que todo el mundo se acababa juntando con otros españoles y hacían una piña que era como una familia. Veía fotos de otros compañeros de Erasmus en otras ciudades y las sonrisas de grupos grandes  abundaban entre cubatas sin hielo, mientras yo me dedicaba a ver series desde la cama y a dar paseos sola por una ciudad desconocida. Tal era la soledad que sentía que empecé a mirar vuelos para el puente de noviembre pero se salían de mi presupuesto. Para apaciguar la desesperación, compré un calendario para ir tachando los días hasta que volviera a casa por Navidad e intentar motivarme con eso. Durante dos meses no mantuve conversaciones de más de dos minutos y sin una pantalla de por medio con nadie. No salí ni una noche. Menos mal que tenía a mis amigas de aquí y a mi familia para hablar con ellos por skype de forma frecuente.

 

Un par de semanas antes de volver, una chica italiana se me acercó a hablarme y me invitó a visitar el mercado navideño con otras compañeras. Fueron muy majas y hablaban español, lo que me facilitó poder conocernos mejor. Aún así, cuando volví a casa y noté la familiaridad de mis amigos de aquí, los abrazos sinceros y las miradas de confianza total, me sentí eufórica, con el correspondiente bajón la noche que volví a Florencia. Fue uno de los días más tristes de mi vida. Saber que volvía a estar sola, a 2000 km y cuatro meses de distancia con mi gente, me provocaba un agujero negro en el estómago que parecía que me iba a tragar. 

Fue a partir de febrero, a mitad de mi erasmus, cuando empecé a disfrutarlo un poco más. Seguí juntándome con aquel grupo de amigos formado por tres chicas y dos chicos. Aprendí italiano de una forma que me sorprendía a mí misma, pero aún así nunca alcancé la espontaneidad de tu propio idioma y no terminaba de ser yo. Me ví construyéndome una nueva vida desde cero, siendo “la española” y haciendo una vida igual que la que podía hacer aquí, pero con otra gente. Solo fui a una fiesta en todo el año en la que me restregué con un italiano, pero iba demasiado borracho y yo, que nunca he sido de beber, tan sobria, que me fue imposible liarme con él aunque fuese por marcar alguno de los ticks que se supone que conlleva un erasmus. 

 

Mi erasmus no fue como todos dicen que es. Me llevé cinco buenos amigos, vivir en un sitio nuevo, ser como quisiera porque nadie me conocía, comer muchos helados, pero también muchos días de soledad, de echar de menos a mi familia y amigos; incluso los sitios que frecuentaba. Para mí fue más un año de aprendizaje que de diversión. Aprendí que puedo desenvolverme sola en cualquier situación, por muy difícil que parezca, pero sobre todo, que no hay nada más importante que estar con la gente que quieres de verdad. Quizás hay que mirarse más a una misma antes de pensar que todos los erasmus van a ser iguales. Yo soy familiar, un poco tímida, no me gusta beber, prefiero los planes tranquilos y hasta que no entendí que tenía que olvidarme de las expectativas, que tenía que ser a mi manera y no como se supone que debía de ser, no empecé a disfrutarlo. Quizás para otra persona habría sido un año de mierda, pero yo lo recuerdo como un año difícil y a la vez, inolvidable. 

 

Cora C.