Mi amiga y yo bromeábamos mucho sobre la futura adolescencia de nuestros hijos. Cada vez veíamos más cerca ese momento en que empezasen a retraerse, a que dejásemos de ser el principal referente, a que las hormonas se apoderasen de sus contestaciones con frecuencia. Era gracioso cuando lo poníamos en un supuesto. Pero si lo planteábamos como la realidad que se vendría pronto encima… No lo era tanto.

Nosotras dos, por causas que ahora no vienen al caso (aunque ya os he hablado antes de esta historia) pasamos tres años casi completos sin tener noticias la una de la otra. La última vez que nos vimos, su hijo tenía diez años (aunque por la altura aparentase más) y mi hijo mayor 7. Les gustaba jugar junto, aunque el suyo empezaba a aburrirse un poco de los juegos tan infantiles y empezaba a inclinarse por la tecnología y juegos más complejos y maduros. Aun así, sucumbía de vez en cuando para darle el gusto a mi hijo y éste se sentía el niño más afortunado del mundo, pues tenía a este amigo como referente en todo en la vida. Mi hijo mediano tenía 4 añitos y, aunque su forma de jugar no alcanzaba ni de lejos la de ellos dos, siempre le acababan haciendo un hueco e integrándolo con ellos.

Como os digo, han pasado tres años y, cuando mi amiga y yo nos reencontramos y nos quisimos poner al día me dijo algo como “Es todo un adolescente, con sus cascos, su puerta de la habitación cerrada y su vergüenza a darme besos en público”.  Pensé que sería una broma más como las que solíamos hacer sobre los estereotipos de la adolescencia. Pero entonces… Los niños se reencontraron. Mi hijo se disgustó mucho al verlo porque “echaba de menos a su amigo niño, y ahora parecía adulto”. Tardó lo que tardan tanto niños como adolescentes en que se les pase la vergüenza del principio y que alguien proponga sacar una Nintendo para volver a conectar y darse cuenta de que los tres son los mismos, solo que más mayores.

De pronto, verlos jugar juntos, después de tanto tiempo, se me hizo muy emocionante, pero ciertamente, aquel niño ahora ¡es más alto que yo! Pues parece que la genética paterna es fuerte y está llevando al que había sido el niño de mis ojos a tocar el techo sin estirarse mucho antes de los 14 años.

Entonces, aprovechando que los niños estaban entretenidos, los adultos nos fuimos con la bebé a la cocina a preparar café. Mi marido, todavía impactado por el cambio físico del niño, le preguntó a nuestra amiga cómo era su vida ahora y cuando había cambiado tanto. Entonces ella nos contó que fue un cambio radical que surgió en pocas horas. Parece imposible y, cuando otros lo cuentan, crees que exagera, pero ella no es de esas personas que necesitan hacer sus historias más interesantes decorándolas con mentiras. Asustada todavía, nos habló del primer día de instituto. Todos estábamos de acuerdo en que los 12 años era un edad muy temprana para ese cambio. Mi marido y yo ya lo habíamos vivido en nuestras propias carnes y recordamos con estrés aquel cambio tan brutal que supuso para nosotros, siendo todavía demasiado niños. Pero es que cada vez, las nuevas generaciones, están madurando antes y este cambio los empuja todavía más hacia adelante.

Ella nos describió la escena con detalle. Dejó al niño en el bus el primer día, le dio un beso y él, con su mochila colocada a la espalda y una sonrisa ingenua, subió las escaleras del autobús. Unas horas más tarde, ella esperaba nerviosa la llegada de su hijo y le impactó mucho aquella situación. Un niño, con el pelo tapándole una parte de su rostro, la mochila colgando de un solo hombro, la cabeza gacha y la mirada fija en el suelo, bajaba del bus sin decir adiós a nadie y se ponía al lado de ella, esperando que empezase a andar para caminar unos pasos más atrás en silencio. Ella se preocupó. Algo debía haberle pasado para estar así. No es solamente que no le diera un beso, es que la interacción con ella fue cero hasta llegar a casa, que farfulló algo sobre unos deberes y cerró la puerta tras de sí.

Obviamente, pasó días preocupada por lo que le habría pasado para que diera ese cambio de actitud. Estaba psicológicamente preparada para ese cambio, pero que fuese así, como si hubiese encendido el interruptor de la adolescencia sin más, se le hacía extraño. Pero entonces coincidió con la madre de uno de sus compañeros de colegio con los que seguía coincidiendo ahora en clase y le preguntó qué tal su hijo. Esta le contó que el verano había sido bastante duro, que las hormonas lo tenían alterado y respondón, pero que desde el primer día de clase todo iba peor, pero más tranquilo. Es decir, ya no gritaba y daba portazos, ahora era como su estuviese en suspensión todo el día. No hablaba, no transmitía emociones con sus gestos… Era un adolescente clásico (y los meses) se fue acostumbrando a la nueva personalidad de su hijo. Pero todavía mira con añoranza al horizonte recordando cuando, no hace tanto, le pedía algún consejo, un abrazo o simplemente le sonreía con amor.

Sé que pronto volverán esas cosas que añora, pues es una madre increíble  y su hijo tiene un corazón de oro, además de ser muy listo y, cuando la madurez toque a su puerta, reabrirá sus ojos, se quitará los cascos de las ojeras y, apartando el pelo de su cara, mirará a su madre con orgullo, siendo más consciente que nunca de los esfuerzos que ella siempre ha hecho por él. Ahora solo queda tener paciencia, capear los temporales cuando vayan viniendo e intentar conectar lo máximo posible. Estoy segura de que les irá genial y siempre tendrán una relación preciosa.

¿Por qué será que cuando pienso en ellos me siento confiada y con esperanza y luego miro a los míos y me entra pavor? Supongo que la desconfianza en una misma que viene adherida a la maternidad junto con la culpa y el síndrome de la impostora, se apoderan de mí y me parece que lo voy a hacer fatal. Pero sé que no estoy siendo objetiva y que, si razono, tengo que ser consciente de todas las semillitas de confianza y apoyo que voy dejando ahí, por si acaso y espero poder cosechar en unos añitos.

Luna Purple.

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