A mi cuerpo

 

Me calenté la cabeza durante semanas pensando en cómo debería empezar esta carta en vez de preocuparme por lo verdaderamente importante: su contenido.

Pero es que, verdaderamente, se me hace complicado elegir las palabras correctas. A mí, a la chica que siempre anda buscando la excusa perfecta para escribir unas líneas. Supongo que es complicado cuando se trata de algo tan personal, tan íntimo…

Es curioso, ¿sabes?: a pesar de tenerte tan cerca (tan cerca que estás pegado a mí, que formas parte de mí), es la primera vez que me paro a pensar en lo que debo decirte. Quizá porque hablamos en contadas ocasiones, porque te asumo como algo tan propio que no te echo las cuentas que te mereces, que no te trato como debería y no te hablo como lo haría con cualquier otro.

Tan solo he necesitado casi 30 años de existencia, innumerables pérdidas, demasiadas derrotas y pasar por terapia para ver la necesidad de escucharte, de mirarte, de mimarte, de tocarte y de hablarte.

No nos vamos a engañar, porque nos conocemos desde hace demasiado tiempo y sé que sabrías que te estoy mintiendo: no es la primera vez que lo intento, que me convenzo de estar haciendo todo lo que está en mi mano para amarte y cuidarte, pero es más fácil dejarle esa tarea a otros que ocuparme de ella por mí misma.

No voy a dar más rodeos, no voy a postergar lo inevitable, así que, allá va: siempre te he odiado; desde que tengo uso de razón o, al menos, desde que mi memoria me permite recordarte. Aunque quizá el odio es una emoción demasiado fuerte, así que lo cambiaremos por: nunca me has gustado.

Hemos tenido nuestros momentos, lo sé; esos instantes de autoengaño en los que creía firmemente que no estabas tan mal y en los que me conformaba con tener a alguien al lado que se endurecía al mirarte, al mirarnos. Quieras que no, eso ayuda cuando tienes las inseguridades que yo tenía, ayuda cuando, a pesar de no quererte, tienes a alguien que lo hace por ti y aprendes a quererte a través de los ojos de otra persona, aunque no debería ser así. A veces me pregunto cómo conseguí que alguien me quisiera cuando ni siquiera yo me quería a mí misma.

Te observé con los ojos de mis agresores, permitiendo que sus palabras pesaran como rocas y que actuaran como espejo en el que observarme. Ellos me llamaban gorda y fea, y yo me recreaba en mis michelines, en mi pelo pajizo y en mis piernas demasiado gordas y peludas, y sólo deseaba ser como las demás chicas para que todo parase y dejaran de humillarme, de quitarme la silla, de tirarme del pelo o de masturbarse en un vaso y dejarlo sobre mi pupitre… Porque hasta eso hicieron. Lo que fuera con tal de hundirme, de pisotearme, de reírse de mí por cualquier nimio e insignificante motivo.

Deseaba que mis pechos crecieran para compensar mi barriga y que los chicos tuvieran algo en lo que fijarse en vez de en otras partes igual de protuberantes. Entonces vino otro ataque inesperado: mis pechos no eran grandes, según todos, eran exceso de grasa y lo único que empezaba a gustarme se convirtió en algo «malo».

Demasiado guapa para estar tan gorda. Ahora ya no resultaba fea, al menos no a los viejos babosos que observaban a una chiquilla con el pecho más desarrollado que el resto de niñas de su edad. Si perdía peso, seguro que gustaría, seguro que me verían bonita.

Muchos amigos, pero a ninguno le interesaba como algo más. Seguro que era porque estaba gorda.

Mucha ropa preciosa en la que jamás me entraría más que un brazo.

No te pongas tops cortos, porque se te ve la barriga.

No uses faldas o pantalones cortos porque, además de que se verán los muslos feos, se te pondrán en carne viva por el roce.

Por mucho que te alises el pelo, jamás te va a quedar bien.

Con ese corte de pelo, esa forma de vestir y que no consigues novio, pareces una lesbiana.

Eres rara.

Nadie te va a querer.

Una piedra, y otra, y otra. Suma y sigue. Nunca para.

Y encuentras a alguien que te gusta y, por suerte, le gustas a él… Pero hay una vocecita en tu interior recordándote las palabras que siempre te han dicho. Haciéndote de menos y haciéndote pensar que no eres suficiente, que se están conformando contigo.

Tus inseguridades hablan por ti y te hacen hacer cosas que no sabes si harías si te encontraras bien contigo misma.

Te inicias en el sexo muy joven y no sabes si es porque te gusta de verdad o porque te ves obligada a satisfacer de algún modo a la persona que está a tu lado, porque quizá así serás lo suficiente.

Escuchas a los chicos decir que las gordas se dejan hacer lo que sea porque están desesperadas y te preguntas si tú entras en esa clasificación.

Eres gorda y te dejas hacer… Pero te gusta, ¿no?

Así que, querido cuerpo, ¿tú qué opinas? Yo creo que sí, que te he odiado durante demasiado tiempo y que me he escudado en mi odio hacia ti para seguir machacándote de un modo u otro.

También caigo en todas las trabas que me he puesto y en todos los «peros» que me he dedicado.

–Me encantan tus pechos —me decía un chico o una amiga.

—Pero están caídos —respondía de forma automática.

—¡Qué ojos más bonitos!

—Pero mira qué ojeras tengo… Y necesito gafas.

—Eres muy guapa.

—Pero estoy gorda.

Pero, pero, pero…

Si no era lo suficiente para mí misma, ¿cómo pretendía serlo para alguien más?

Si no era capaz de aceptar un cumplido de alguien externo, ¿cómo iba a ser capaz de hacérmelos a mí misma?

Y llegó el día, surgió un movimiento que lo cambió todo: el body positive; y yo formaba parte de él. Lo intenté con todas mis fuerzas. Bailé, reí, te vestí como siempre quise hacerlo, te grabé, te fotografié, te decoré con multitud de tatuajes y me atreví a mostrarle al mundo lo bonito que podías llegar a ser si se te mimaba un poco, si se te quería…

Aprendí a no odiarte. Pero no odiarte no es lo mismo que quererte. 

Esa falsa seguridad que irradiaba, inspiraba a otras, pero para mí no fue suficiente.

En mi cabeza siempre rondaba la frase: «en el mundo de los ciegos, el tuerto es el rey». Y yo era una tuerta. Una gorda tuerta en un grupo de gordas ciegas, que lucía mi ojo de cristal y proclamaba que no hay más ciego que el que no quiere ver.

Pero al menos me servía para animar a otras.

Daba igual que yo no te quisiera si había otras chicas que estaban aprendiendo a querer a sus cuerpos gracias a mí. Daba igual que a mí no me gustases si había otras chicas que te elogiaban.

¿Sabes? Es duro darte cuenta de que te has autoconvencido de algo, de que has creído con todas tus fuerzas que las películas que te montabas en tu cabeza eran reales, que todo estaba bien, que todo estaba superado… Hasta que la burbuja explota.

Un comentario como tantos otros, una palabra que has escuchado a diario y que estás acostumbrada a oír, una mirada como las de tantas otras personas… Pero, un día, algo hace «click» y te derrumbas. La gota que colma el vaso. Y todo el líquido se derrama. El vaso no colma, explota, y la mancha parece que no se va, aunque te esfuerces en secarla y limpiarla.

Vuelves a sentirte pequeña, frágil, poca cosa, y ya no tienes a nadie a quien echarle la culpa, solo a ti misma.

Volví a despreciarte, a maltratarte, a hablarte mal, a hacerte de menos… a odiarte.

Pero todo eso se ha acabado, te lo prometo. Prometo quererte, y no solo intentarlo, porque intentarlo es para los débiles. Como dijo Yoda en El imperio contraataca: «hazlo, o no lo hagas, pero no lo intentes». Así que voy a hacerlo.

Prometo desprenderme de mi propia autocrítica, que es la más cruel de todas y la más dolorosa, porque no sólo es diaria, es constante. Cada día te despreciaré un poco menos y te querré un poco más, aprendiendo a disfrutar de todo aquello que me das y dejando a un lado lo que me quitas. Aunque me pregunto si alguna vez me has quitado algo.

Querido cuerpo, a partir de hoy mismo te amaré más de lo que jamás haya amado a nadie. Porque te lo mereces. Porque, al fin y al cabo, eres el único que siempre has estado ahí y eres el único que siempre estarás ahí. Prometo no abandonarte nunca, tal y como tú no lo has hecho conmigo.

Anónimo

 

Envía tus aventuras a [email protected]