Antes de ser madre, cuando oía historias como la que estoy a punto de contaros, juzgaba basando mis opiniones en mi amplia experiencia, trayectoria y sabiduría sobre lo que significa tener niños pequeños en casa (por favor, captad mi agria ironía) y juraba que este tipo de cosas jamás me pasarían a mí. Pues bien, ME HAN PASADO, me he tenido que tragar cada una de mis palabras con un poquito de salsa para que no me molesten tanto al bajar por el esófago. Y he aprendido una lección de esas que te da la vida silenciosamente pero que tú bien sientes como una ostia a mano abierta. 

A lo que voy, mi pareja y yo tenemos una preciosa niña de 2 años y medio pero que habla como si tuviera 10 y que duerme como una jubilada con dolores de cadera, osease, POCO Y MAL. Desde que nació el sueño no ha sido lo suyo, se recarga con muy poco tiempo de descanso y es tan inquieta que aún no ha dormido una noche del tirón. Por otro lado, empezó a decir sus primeras palabras con 9 meses y desde entonces no ha callado: habla por los codos y la verdad es que sorprende para la edad que tiene como conjugaba los verbos, usa las estructuras gramaticales y suelta palabras que no comprendemos cómo han llegado a su vocabulario. Aparte de eso, es graciosísima y amigable con todo el mundo por lo que no tiene reparo en compartir sus experiencias o pensamientos con quien sea. 

Con estos datos que os acabo de dar, ya os podéis imaginar que su padre y yo debemos tener mucho cuidado con lo que hablamos y lo que hacemos delante de ella, además de tener que hacer malabares para encontrar un ratito en el que poder cuidar un poco nuestra vida sexual. Y es aquí amigas mías, cuando llega el quid de la cuestión:

Una noche en la que nuestra bendición dormía plácidamente en su habitación (y después de haberlo comprobado 3 veces) tras una tarde intensa de juegos, mi chico y yo nos dejamos sumergir en un calentón tremendo al meternos en la cama. Intentamos ser silenciosos para no despertar a la del sueño ligero y, follamos como conejos.

Todo genial y placentero hasta que estando a cuatro patas, cierro los ojos en un momento de gusto máximo y al abrirlos, no me morí de un infarto porque claramente no era mi momento aún, pero casi. Ahí estaba ella, al ladito de mi cama, cual niño de la peli esa de terror “La Maldición”, mirándonos seriamente, hasta que preguntó: “¿Qué hacéis?”.

Mi chico se quedó mudo y petrificado y a mí solo me salió decirle que me dolía mucho la espalda y que papá me estaba echando crema para curarme. Me vestí rápidamente y volvía a acostarla intentando comprender cómo cojones se había plantado allí tan rápido y sin hacer ningún ruido. Ojalá este fuera el final, PERO NO. 

A los pocos días, fuimos a comer a casa de los abuelos (mis padres). Todo normal, nosotros hablando tranquilamente y ella jugando con un puzzle que había encontrado por ahí. No fue hasta el momento en el que todos teníamos las lentejas en la boca, que mi pequeña bendición soltó: “Abuela, ¿sabes que mi mamá está malita?” Mi madre me miró extrañada pero no me dio tiempo a contestar que mi nena prosiguió: “la otra noche mamá y papá estaban desnudos en la cama porque a mamá le dolía mucho la espalda y papá le estaba poniendo crema”. A mi hermano le salieron las lentejas por la nariz de la risa, y nosotros no sabíamos dónde meternos. Afortunadamente todo terminó en risas y en lentejas por toda la mesa.

Así que amigas mías, cuando vayáis a emitir juicio sobre algo, que sea con certeza de que nunca, jamás, la vida os lo podría rebatir con un sopapo silencioso a lo bestia como el que me dio a mí la noche en la que nuestra bendición, nos pilló en acción.

 

MilaMilano

 

Envía tus dramamás a [email protected]