Quiero empezar dejando claro que quiero a mi chico. Lo amo.

De verdad que sí. Le amo porque es maravilloso, porque tiene un corazón de oro, porque me respeta, me trata bonito como nadie y porque con él soy más fuerte, más valiente y una persona mejor.

Lo digo con la mano en el pecho y sin ningún resquicio de duda.

Llevamos juntos quince años y de los once primeros no puedo decir nada malo. Cero. Nada. Rien. Nothing. Nichts. Niente.

Ni de nuestra relación ni de él como persona ni de él como novio.

Si es que lo digo en serio, para mí es el compañero de vida perfecto.

O debería decir que era el compañero de vida perfecto.

Ahora mismo me parece el compañero de vida perfecto al 85 %. Aproximadamente.

Amor, no necesito que me ayudes, necesito que te encargues
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Ya que las cosas han cambiado mucho desde que fuimos padres. La llegada de los hijos ha cambiado nuestra familia, nuestros hábitos y, sobre todo, nuestra relación de pareja.

No me refiero a la vida sexual apenas inexistente y a todas esas cosas casi que inherentes a los primeros años con bebés y niños pequeños.

Me refiero a nuestra dinámica de pareja, a los roles de cada uno en el hogar, e incluso al concepto que teníamos del otro.

Desde que nos fuimos a vivir juntos siempre hemos trabajado fuera de casa los dos. Y desde el primer día nos hemos repartido las labores del hogar de forma equitativa.

No voy a decir que somos de esas parejas que no discuten nunca, pues nosotros sí que tenemos nuestros más y nuestros menos de vez en cuando. Pero lo cierto es que nunca discutimos por culpa de las tareas domésticas.

Matizo de nuevo, nunca discutíamos por eso.

 

Desde que nació nuestro primer hijo ya no puedo decir lo mismo.

Lo cual es horrible y muy frustrante y el motivo estrella de nuestros conflictos. Además del principal causante de mis peores momentos de estrés.

Al principio le eché la culpa a la depresión postparto que sufrí. Pensaba que quizá estaba sobredimensionando mi agobio, o que tal vez mi capacidad para hacerme cargo del peque y la casa no estaba en su mejor momento.

Pero me recuperé, volví a ser yo. Y me di cuenta de que mi carga mental no era la misma que antes.

Intenté explicarle a mi chico cómo me sentía para intentar solucionarlo por aquel entonces. Y en la actualidad aún tengo que recordárselo con bastante frecuencia.

En ocasiones hasta dudo de mí misma, porque me parece imposible que él no se dé cuenta del desequilibrio que hay en el reparto. Especialmente en todo lo concerniente a los niños.

Amor, no necesito que me ayudes, necesito que te encargues
Foto de Josh Willink en Pexels

Es un padre estupendo y está muy implicado en su crianza y su educación. Mis quejas no van por ahí. Y eso es justo lo que él no comprende.

No entiende que no se trata de que me diga que va él al super si luego me pide que le mande la lista de la compra. Ni de que vaya a por ropa y calzado si me tiene que preguntar qué número y talla usan. Que los lleve él al pediatra si soy yo la que tengo que estar pendiente de cuándo les toca la revisión, cuándo las vacunas, cuándo empezó a toser la pequeña, cuándo terminó con el antibiótico…

Da igual que sea él quien vaya a la reunión del cole si soy yo la que está en el grupo de padres, la que puso la circular en la nevera y la que le dio varios avisos de qué día era porque ya sabía que se le había olvidado por completo.

No quiero que me pregunte qué necesito que haga.

Quiero encontrar la manera de que se ponga en mis zapatos. Que cuando le diga: ‘Amor, no necesito que me ayudes, necesito que te encargues’, sepa qué significa y qué supone eso de encargarse.

Necesito que volvamos a ser un equipo, no tenerlo como mi subordinado.

 

Anónimo

 

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