Tengo un hijo de once años que siempre ha sido un chiquillo maravilloso.

Fue el típico bebé trampa, uno de esos que te da la naturaleza con toda la intención de que caigas y enseguida te pongas a tener más.

Desde super pequeñín dormía un montón de horas del tirón, comía genial, no fue nunca nada llorón ni demasiado demandante. Lo dicho, un bebé regalo de los que te muestran el lado más amable de la maternidad.

Conforme ha ido creciendo y evolucionando se ha ido manteniendo en su línea.

Es un buen chico con su familia y sus amigos, no ha dado nunca un problema en el colegio y es un amor en casa.

Pero desde la irrupción del infame coronavirus en escena, la pandemia y toda esta historia, he notado pequeños cambios en su comportamiento. Y algunos no me han hecho ninguna gracia.

Foto de Victoria Borodinova en Pexels

Entiendo que es normal, su vida, sus rutinas e incluso su ocio están patas arriba, como le ha pasado literalmente a todo el mundo. Es obvio que a todos nos ha afectado de un modo u otro, y en casa no nos hemos librado.

El caso es que hace unas semanas que vengo notando que se ha distanciado de uno de sus amigos del colegio, concretamente uno al que conoce desde la guardería y con el que ha estado a partir un piñón desde antes de que le saliera la primera muela.

Imaginé que se habían desunido un poco porque con las medidas anticovid y las restricciones solo pueden verse en clase y sin demasiada interacción. Además de que los chavales ya están cansados de hacer videollamadas y demás. En fin, le resté importancia con la esperanza de que poco a poco las aguas vuelvan a su cauce, pero no me quedé tranquila al cien por cien porque me escamaba que con el resto de sus amigos parecía seguir teniendo el mismo colegueo habitual.

Una tarde viendo un programa de estos de videos domésticos se le ocurrió comentar ‘buah, a dónde iba la albóndiga esa’. En las imágenes se veía a un chavalín con bastante sobrepeso intentando hacer una voltereta desde un trampolín improvisado que terminó cediendo y partiéndose en dos. El comentario me dejó tan loca que ni siquiera fui capaz de reprenderle. Al cabo de unos cuantos vídeos más, volvió a salir uno protagonizado por otra persona obesa y él, entre risas, volvió a soltar ‘menuda foca, estaba claro que se la iba a pegar’.

Foto de Nur Andi Ravsanjani Gusma en Pexels

Ahí ya algo hizo click en mi cabeza. Le dije que lo de ‘menuda foca’, y más con ese tono tan despectivo, sobraba mucho. Cambié de canal y al poco rato le pregunté qué le pasaba con Luis, su amigo desde la escuela infantil, el niño junto al que ha crecido, con el que tantas horas ha jugado… ese que siempre ha sido el gordito de la pandilla.

Me dijo que nada y, cuando insistí, añadió que simplemente ya no eran amigos, que Luis era un friki zampabollos aburrido.

¿Perdona? ¿Qué estaba pasando?

Pues que, por lo visto, de pronto mi hijo odia a los gordos y… él también lo es.

Me explico, siempre ha estado dentro de su peso, desde que era un bebé hasta la primavera pasada. El confinamiento domiciliario, la inactividad, el hambre por aburrimiento y otros daños colaterales de la pandemia le han pasado factura. No es que de repente haya cogido veinte kilos, pero era un niño muy activo que ya no puede ir a sus entrenamientos de futbol ni pasarse la tarde corriendo y jugando en la calle. De modo que su cuerpo se ha ido redondeando y adquiriendo una capa de grasa que antes no había por ningún lado. La verdad es que hasta ha echado tripita.

Yo no me había preocupado al respecto porque estoy segura de que con el siguiente estirón se estilizará un poco, y porque en algún momento, antes o después, podrá volver a entrenar, a aumentar la actividad física y su cuerpo se ajustará en consecuencia.

No obstante, ahora estoy viendo que ese aumento de peso, al que yo no di importancia, sí la ha tenido para él y temo que ese es el motivo por el que ha comenzado a mostrar esos comportamientos hacia los gordos en general, hacia su amigo en particular.

Foto de Victoria Borodinova en Pexels

Temo que ese cambio de actitud y ese desprecio hacia Luis, vienen en realidad motivados por el miedo a convertirse él mismo en el foco de las burlas y comentarios que normalmente encajaba su amigo. Quizá un incipiente complejo es lo que le ha llevado a un rechazo que nunca, jamás, había mostrado anteriormente.

Y me duele. Me duele que se comporte así, y me duele pensar lo que debe estar sintiendo para llegar a encajarlo y gestionarlo de esa manera.

Pero sé que es un buen niño, y que podremos ayudarle a comprender y lidiar, tanto con su cuerpo, como con sus emociones.

O eso espero.

 

Imagen de portada de Polina Zimmerman en Pexels.

 

Anónimo

 

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