Cuando era pequeña me pasaba las vacaciones deseando que llegase el día de volver al cole.

Me encantaba ojear los libros nuevos, oler las ceras, ver los lápices perfectamente afilados. Pero no se trataba solo de la devoción por los artículos de papelería que conservo en la actualidad.

Es que a mí me gustaba ir al colegio.

Durante los primeros años y hasta bien entrada la primaria, era feliz allí.

Amaba a casi todos mis profes, me encantaba pasarme medio día con mis amigos, jugar en el patio, ¡la clase de plástica!

Siempre he sido un poco friki, puede ser, pero a mí me parece que la escolar es la mejor etapa de la vida. Luego creces, pasas al instituto, sigues estudiando, o te pones a trabajar… y a partir de ahí todo es cuesta arriba.

Yo ya hace mucho que me encuentro en esa cuesta arriba, sin embargo, el año pasado me encontré reviviéndolo todo mientras preparaba el paso al cole de mayores de mi hijo.

Junto a él volví a sentir esa ilusión por los libros, el material escolar, los juegos tradicionales en el recreo…

Hasta que llegó septiembre y mi pequeño se negó a entrar en su clase.

No fue el único, por supuesto, de los veinticinco de su aula, más de la mitad entraron claramente reticentes y un puñado de ellos se agarraron a las piernas de su madre o padre y se negaron de una forma u otra a acceder al interior del colegio.

A lo largo del período de adaptación estos niños terminaron por entrar de buen grado, antes o después.

Sin embargo, el mío… digamos que nunca se adaptó.

Cada mañana el mismo sufrimiento: lloros y gritos.

Tanto en casa como a la entrada de la escuela.

Durante todo el maldito curso.

En los mejores días entró dando solo unos sollozos apagados. En los peores, tuve que quedarme un rato con él fuera hasta que se calmara lo suficiente para que sus gritos no se oyesen en todo el edificio y poder llevarlo hasta la puerta de la clase sin montar la escandalera del siglo en el pasillo.

Repito: así todos y cada uno de los días lectivos del curso pasado.

Ha sido una tortura, una de esas pesadillas que no le deseas a nadie.

Al principio no le quisimos dar importancia. Aunque había ido a la guardería desde bebé, a causa de la pandemia llevaba muchos meses sin ir y probablemente ya no recordaba bien lo que era. Además de que es innegable que no es lo mismo ir a la escuela infantil que al colegio.

Vamos, que, aunque me separaba de él con el corazón encogido y la lágrima asomando, pensaba que más pronto que tarde aceptaría la nueva situación y dejaríamos todos de sufrir.

Pero no. Hablamos con su tutora varias veces antes de las Navidades y pusimos en práctica todos los trucos y recursos que nos planteó. A pesar de que no había mejorado ni pizca en todo ese tiempo, la vuelta en enero fue terrible. Lejos de ir a menos, el rechazo, los berrinches y los gritos de ‘¡no quiero ir!’ fueron todavía a peor.

En un par de ocasiones me di por vencida y me lo llevé de vuelta a casa. Sabía que no era la solución, pero llegué a plantearme también la opción de abandonar y no escolarizarlo hasta que fuese obligatorio, en primaria.

Cada vez que nos veía abocados a ese último recurso, hablaba con su profesora y ella me disuadía.

Porque no ha habido día que mi hijo no se serenara antes de lo que yo tardo en llegar al primer semáforo. Que a veces se quedaba como enfadado a primera hora, pero siempre, SIEMPRE, se le pasaba por completo en cuanto sonaba el timbre del primer recreo.

Me decía que durante la jornada estaba perfectamente. Activo, atento, risueño. Participaba en las actividades en grupo, jugaba con los compañeros, disfrutaba haciendo las tareas.

Y yo le creo, porque no tiene ninguna necesidad de mentirnos y porque en casa pasa lo mismo. Salvo ese rato horrible de cada puñetera mañana, el resto del día lo veíamos contento y feliz.

No obstante, justamente eso es lo más frustrante.

Si allí está bien y no le pasa nada, ¿por qué se comporta así?

¿Por qué se hace eso a sí mismo y a nosotros?

Cuando se lo preguntábamos nos contestaba que no le gusta el cole y que no quiere ir. Nunca hemos obtenido otra respuesta más elaborada, así que dejamos de insistir.

Teníamos cita con una psicóloga infantil esta primavera pasada, pero la incidencia aumentó y nos llamaron para posponerla. Luego llegó el fin de curso, el verano y no hemos dado ningún paso más.

Por lo que me encuentro tachando los días en el calendario y rezando todo lo que sé para que se le haya pasado y este curso no ocurra lo mismo.

Si alguna loversizer ha pasado por algo parecido, sus consejos serán más que bienvenidos.

 

¡Gracias!

 

Anónimo

 

 

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