Cuando era pequeña quería que los años pasaran deprisa para ser mayor y poder hacer lo que me diera la gana, como casi todos.

Ahora que ya soy mayor — no tanto, eh, estoy en la flor de la vida — a menudo me ocurre exactamente lo contrario: quisiera volver a ser niña.

Por un lado, porque cuando te conviertes en adulto descubres que puedes hacer muchísimas cosas, pero lo de hacer lo que te da la gana… no sé, ¿eso cuándo toca? Porque vamos, yo estoy muy lejos de poder permitírmelo.

Y por otro, porque, aunque mi infancia no fue de color de rosa, en líneas generales fue una época feliz. Fui libre, despreocupada e irresponsable. Y ese es un estado que ahora me cuesta experimentar. Así que sí, en ocasiones me gustaría regresar, aunque fuese solo un ratito.

Sin embargo, de existir la posibilidad de repetir esa etapa vital, preferiría no hacerlo en la actualidad, sino volver con todo en el contexto que me vio nacer.

¿Por qué?

Por todas estas cosas que echo de menos sobre ir al cole en los 90:

 

  • La pizarra y las tizas. Me explico, odiaba que me sacaran al encerado, sobre todo en matemáticas. Apuntar a los que hablaban cuando la profesora se ausentaba un momento y me tocaba ser la encargada, ya me hacía más gracia, pero tampoco me refiero a eso. Es más un rollo nostálgico. Los niños de hoy, con sus pizarras blancas y sus rotuladores, no tienen ni idea de cómo corta un momento de tensión una tiza que se parte de repente, o un chirrido de esos que te hacían llevarte las manos a las orejas. ¡Ni lo que molaba que te tocara salir a sacudir los borradores! Pobres, qué injusticia.
Foto de www.todocoleccion.net
  • Forrar los libros. Nada de forro transparente, abajo con el autoadhesivo. Lo suyo era comprar varios forros de diferentes diseños multicolor y dedicar un buen rato a decidir con cuál forrabas cada libro. El de mates con el que menos te gustara y el de natu con el más chulo. Siempre.
Foto de www.todocoleccion.net
  • Los accidentes con Tippex. Esos botecitos de corrector los cargaba el diablo. Cerraban fatal y se secaban. O peor, se te derramaban en el estuche y te la liaban pardísima. A veces a alguien le daba por lanzarlo ‘sin querer’ y explotaban contra la pared dejando un manchurrón que se extendía a mochilas y ropa que había que dar por perdidas. Cuando descubrimos el formato boli a muchos nos cambió la vida. Y las uñas. Y las carpetas. Llamadme chunga, pero recuerdo esos incidentes y se me dibuja la sonrisa en la cara.
Foto de www.todocoleccion.net
  • Los bolis multicolor. Y los rotuladores, marcadores, las reglas de diferentes tamaños y formas, las libretas, carpetas, gomas de borrar, plumieres, agendas… Aun hoy entro en una papelería y me lo quiero comprar todo.
Foto de yofuiaegb.com
  • Las notitas. Esa sensación de estar realizando un acto prohibido al intentar comunicarte con tu amiga, la que se sienta tres pupitres por delante del tuyo. Y la adrenalina que te recorría el cuerpo cuando el profesor miraba con suspicacia en vuestra dirección. El pánico cuando el papelito se caía al suelo. Merecía la pena cada amago de infarto de miocardio sufrido porque ¿quién podía esperar al descanso para informar a su BFF de «insertar chorrada aquí»? No he vuelto a vivir nada tan excitante (exagerando solo un poquito).
Foto de logicgoat.com
  • La enciclopedia de la biblio. ‘A ver, ¿podéis decirme en qué año se descubrió la penicilina? ¿No? ¿Nadie? Pues haced grupos de cuatro e id a buscarlo a la biblioteca’. La enciclopedia, colega, ese tocho de no sé cuantísimos tomos que condensaba toda la historia y sabiduría de la humanidad. Ahora es mucho más sencillo averiguar cualquier dato, el que sea, pero no me negaréis que antes tenía un punto romántico que se ha perdido para siempre.
Foto de www.todocoleccion.net
  • El recreo. El recreo como concepto. La liberación, el tiempo de asueto. Los bocatas. Las risas. Los balonazos. Los cromos. Los tazos. Las vueltas al patio con las amigas. En la calle-lle-lle, ciento cuatro-tro-tro. Sangre cuajada de primera división. Paro, que se me ha metido algo en un ojo.
  • Las diapositivas. ‘Bajad las persianas. Soto, apaga las luces’. Y así daba comienzo la presentación del tema que fuese con el proyector de diapositivas. Esas clases eran las mejores. La oscuridad, los murmullos, el ‘chiiiisst’ de la profesora, el clic-clic al pasarlas, el proyector que se atascaba, el traspiés con el cable, la diapositiva que estaba colocada del revés y hacía estallar en carcajadas a toda la clase…

 

  • El estuche-calculadora. Había estuches más bonitos, pero este tenía una calculadora incorporada, señores. Fue la primera calculadora para toda una generación. Había que apretar mucho las teclas y la pantalla era muy mejorable, pero, eh, eras la privilegiada dueña de una calculadora, amiga.
Foto de www.todocoleccion.net

 

¡Quién pudiera volver!

Pero con billete de vuelta en cuanto el profe de mates entrase por la puerta.