Todo empezó cuando, a mis 34 años recién cumplidos, cambié de trabajo y empecé a currar en una nueva empresa, mucho mayor que la anterior y en un puesto que empezaba a cumplir mis expectativas.
Allí coincidí durante unos meses con un señor de 65 que estaba a punto de jubilarse y trabajaba como jefe de mi departamento.
Desde el primer momento conectamos. Me sentí acogida por él y, consecuentemente, por todos los demás trabajadores que tenían muy en cuenta todas sus opiniones. Era un hombre muy querido y respetado por todos. Y es que verdaderamente era un sol como persona, compañero y jefe.
Él conocía todos los intríngulis de la empresa, desempeñaba su trabajo a la perfección y tenía un talento especial para transmitir toda su sabiduría a los que le íbamos a relevar. Conmigo estuvo, codo con codo, durante todos esos meses. Fue tan grande el vínculo que se creó entre nosotros que, cuando llegó el momento de despedirle, lloré como una magdalena. Iba a echarle muchísimo de menos.
La vida siguió y, un día, nos encontramos de casualidad en un centro comercial de mi ciudad. Nuestra sorpresa dio pie a un gran abrazo y a tomarnos algo allí mismo.
Durante esa cita improvisada, me sentí sorprendida. Lo estaba viendo, fuera del trabajo, con unos ojos que antes no lo contemplaban como hombre por la diferencia de edad y su rol como superior. Por primera vez me interesé realmente por él como persona. Y a él parecía ocurrirle lo mismo. Por cómo nos mirábamos, era como si nos estuviésemos conociendo y descubriendo por primera vez.
Era ya prácticamente la hora de cenar y, como ambos estábamos solos, ese encuentro dio paso a su invitación de continuar la animada charla cenando en su casa, que estaba muy cerca de allí. Y yo acepté. Aún no era consciente de en qué iba a desembocar todo eso, simplemente sentía deseo de alargar el contacto con él.
En su casa, abrió una botella de vino mientras preparaba rápidamente la cena. Era todo un caballero que solo buscaba mi comodidad y que me sintiese relajada. Me trataba como a una princesa.
Poco después, noté cómo el ambiente se iba caldeando. Yo estaba flipándolo: estaba empezando a ser consciente de la atracción que se empezaba a generar entre nosotros.
Vamos a ver, que lo conozco de antes y nunca se me hubiera pasado por la cabeza. Que me saca 30 años. Que nunca me he fijado en un hombre tan «mayor»…
Sin embargo, la conversación, su mirada y, sobre todo, cómo me hacía sentir, me llevaba irremediablemente a una atracción animal nunca antes sentida.
Noté cómo estábamos cada vez más cerca físicamente durante esa cena, cómo nuestras sillas parecían ir moviéndose solas para acabar juntándose. Cómo aprovechábamos la mínima excusa para rozarnos, tocarnos, sentirnos…
Se puso de pie para recoger todo y me hizo un gesto para que yo no hiciese nada. Mientras colocaba cosas en el fregadero, vi que se echaba algo a la boca y le pregunté. Solo me dijo: «Una pastillita para estar en condiciones dentro de media hora. Ya sabes, la edad…» con una mueca bromista y cómplice.
Yo en ese momento no entendí bien pero no le di importancia. Creí que tomaba un medicamento para el ardor, la acidez estomacal o algo así.
A los pocos minutos ya estábamos devorándonos como si no existiese un mañana. Mi nivel de excitación era directamente proporcional al asombro que sentía por lo que estaba pasando.
Follamos como perros y no sé cuántas veces llegué al orgasmo. Vaya experiencia tenía, vaya preliminares, vaya forma de moverse, de usar cada parte de su cuerpo para darme placer, de embestirme… ¡Vaya 65 años, chicas!
Después de un par de horas, yo estaba exhausta y muerta en vida pero con una sonrisa de oreja a oreja. Él ya se había corrido también. Sin embargo… aquello seguía más duro que una piedra. Aún no le di importancia.
Me ofreció que me quedara a dormir y yo acepté por lo a gusto que estaba y las pocas ganas que tenía de coger el coche tan tarde para volver a casa.
Y una hora y pico después, nos empezamos a preocupar ya que la erección aún no se le había bajado. Entonces caí en la pastillita de después de la cena: cómo había sido tan ingenua, ¡se había tomado una Viagra!
Me asusté cuando me confesó que, en realidad, ¡se había tomado tres! Se sentía muy inseguro al llevar tanto tiempo sin tener sexo y mi juventud le imponía tanto que no se quiso arriesgar a que una sola no funcionase.
La primera de ellas, de hecho, la había consumido con premeditación y alevosía en el momento en que decidimos irnos juntos a tomar algo en el centro comercial en una de sus escapadas para ir al cuarto de baño.
Cuando llevaba más de cuatro horas empitonado, nos empezamos a acojonar de verdad. Vimos por internet que había pasado el tiempo de «normalidad» de permanencia de la erección. Para colmo, él se estaba empezando a encontrar físicamente mal.
Lo llevé inmediatamente a Urgencias. Allí, el límite de lo absurdo se sobrepasó con creces. Los sanitarios no paraban de tratarnos como padre e hija. Uno de ellos incluso llegó a pensar que yo era su nieta. Cuando se daban cuenta del motivo de nuestra visita, cambiaban el chip y nos miraban con cierta picardía.
Yo creo que todos pensaron que yo era su putita y él, un cliente perjudicado. ¡Qué vergüenza, dios mío!
Es cierto que ninguno de los dos volvió a intentar contactar con el otro después de esa experiencia, pero no aseguro que yo no lo acabe haciendo. No me apetece volver a vivir un susto así, pero valió la pena porque, quién me lo iba a decir, «el abuelete» me dio el mejor sexo de mi vida…
Anónimo
Escrito por una colaboradora basado en una historia real.
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